sábado, 2 de agosto de 2008

Sandor Marai

Sé que nunca me he preparado para un «gran libro» en el que «contarlo todo»: el escritor sabe que nunca será capaz de «contarlo todo», y sólo se proponen escribir un «gran libro» los escribanos situados al margen de toda literatura. Más bien creía que, entre tantos escritos superfluos cuya autoría sólo era capaz de asumir con remordimientos, escritos ocasionales y sin embargo inevitables, un día tendría la ocasión de decir, en una frase o en un párrafo, lo que nadie podía decir por mí. Pensaba que tal vez el mensaje no sería ni muy inteligente ni muy original ni muy divertido, quizá se presentaría en forma de tópico, porque en la vida como en la literatura los mensajes importantes, las palabras y las frases que expresan algo de forma contundente, que expresan a alguien con todo su ser, suelen ser muy sencillos. A veces imaginaba que todo lo que escribía era un prólogo o un pretexto, que lo que quería en realidad era describir o dibujar a una sola persona, y me daba cuenta de que esa persona ya estaba viva, de que yo ya sabía incluso cómo se llamaba, de que la conocía y conversaba con ella... Se trataba de una mujer madura situada en el centro de una comunidad humana, una mujer ni especialmente inteligente ni especialmente buena, pero que conocía un gran secreto, tal vez el «secreto» de la vida, y aunque no era capaz de ponerlo en palabras, le aseguraba equilibrio y armonía... Cuando escribía, pretendía descubrir los secretos de aquella mujer desconocida, más real que cualquier realidad. ¿Constituye eso un «programa» literario? Claro que no. En ocasiones me sorprendía el despilfarro que hacía, los miles de senderos y caminos ocultos que recorría, los cientos de islas construidas de recuerdos que atravesaba intentando llegar hasta ella, pero ella se escondía en el centro mismo de la vida y yo no podía saber quién era, si vivía en algún lugar, si la había conocido alguna vez. Quizá fuese la madre, esa otra madre eterna y esquiva que yo siempre he querido encontrar, no lo sé. Pero estaba seguro de que con cada frase, con cada libro y con cada género iba avanzando hacia ella, como si ella fuese capaz de darme una respuesta. Pasaban años, años de trabajo, resignación y experimentos, sin que pudiese distinguir apenas el rostro de esa figura femenina, sin que pudiese oír su voz, y de repente la veía de nuevo con toda nitidez. Entonces me parecía que todos mis trabajos no habían sido más que una excusa para encontrarla.

Sandor Marai - Confesiones de un burgués