jueves, 18 de diciembre de 2008

Arturo Pérez Reverte

El pintor de batallas vació el vaso -demasiado coñac y demasiada conversación aquella noche- y dirigió una última mirada a los destellos lejanos del faro. El haz luminoso giraba horizontal, como el rastro de una bala trazadora en el horizonte. A menudo, mirando esa luz, Faulques recordaba una de sus antiguas fotografías: una panorámica nocturna, urbana, de Beirut durante la batalla de los hoteles, al comienzo de la guerra civil. Blanco y negro, siluetas oscuras de edificios recortadas sobre fogonazos de explosiones y líneas de trazadoras. Una de aquellas fotos donde la geometría de la guerra resultaba indiscutible.

Faulques la había tomado en los primeros tiempos de su carrera, consciente ya de que la fotografía moderna, a causa de su propia perfección técnica, era tan objetiva y exacta que a menudo resultaba falsa -las famosas fotos de Robert Capa en la playa Omaha debían su intensidad dramática a un error de laboratorio durante el proceso de revelado-. Por eso los fotógrafos, del mismo modo que los reporteros de televisión y los cineastas en las películas de acción, recurrían ahora a pequeños trucos para empañar la fiabilidad de la cámara, devolviéndole unas imperfecciones que ayudaran al ojo del observador a captar las cosas de otro modo: la misma distorsión focal que, en lenguaje pictórico, desfiguraba la minuciosa hierba de Giotto con las pinceladas gruesas de Matisse.

En realidad no era nada nuevo. Lo habían hecho Velázquez y Goya; y más tarde, ya sin complejos, los pintores modernos -todo el arte del siglo XX procedía de allí-, después de que lo figurativo llegase a su extremo absoluto y la fotografía se arrogase la reproducción fiel -útil para la observación científica, pero no siempre satisfactoria en términos artísticos- del riguroso instante.

Arturo Perez Reverte - El pintor de batallas