lunes, 8 de noviembre de 2010

Emilio Massera

No me alegra tu muerte. No. Si pudiera elegir, preferiría verte eternamente entre los vivos y que tu cada día más decrépita imagen pudiera generar aunque sea una mílesima parte del horror que generaba años atrás. Hubiera preferido que el horror se haga carne en vos y que vivas por siempre como símbolo viviente del mal, de lo que un hombre no es ni puede ser.

No me alegra tu muerte. Nunca te tuve odio, Emilio, aunque me sobran razones para ello. Como sociedad tampoco te odiamos, sino te hubieramos secuestrado y torturado hasta morir. Tuviste en cambio un juicio que fue aclamado en el mundo entero por su transparencia y valentia. Dijiste en 1985. Mi serenidad de hoy, proviene de tres hechos fundamentales. En primer lugar, me siento responsable pero no me siento culpable, sencillamente porque no soy culpable. Ingenioso juego de palabras que por suerte no fue suficiente para convencer a tus jueces: ser responsable de la muerte de miles de personas, muerte salvaje, cobarde e inconcebible, y de haber sido parte de un gobierno que destruyó económica, cultural y socialmente al país, te hace culpable para la justicia. Quizás no para tu extraña moral y para tu particular fe cristiana que con tanto ardor profesabas en esos años. Pero si para los más elementales principios no ya de justicia sino de humanidad.

No me alegra tu muerte. Prefiero recordar. Sin nostalgia, claro. Tengo bien presente tu imagen en blanco y negro. Rígida y dura. Pero había algo en tu mirada que te distinguía de tu colega Jorge Rafael (nombre que le pusieron en homenaje a sus dos hermanos muertos. Siempre rodeados de muerte ustedes...) : había algo de chispa en tus ojos, parecías tener cierta inteligencia que, por supuesto, te diferenciaba claramente del otro. Pero esa chispa mostraba en realidad un fuego demencial, un odio profundo hacia todo lo que fuera distinto a vos y a tus intereses. Esa inteligencia concibió una maquinaria infernal del cual la Esma es su más fiel reflejo. Una picadora de juventud que no dudaba en torturar salvajemente, asesinar o esclavizar a cualquier otro que osara el delito de no pensar como vos. Subversivos los llamabas.


¿Sabés una cosa? Tengo bien presente dos veranos en las playas de Villa Gesell. El primero en Enero del 78 y el segundo en Enero del 83. Muy pocos años de diferencia vistos desde ahora. Toda una vida para mi en esa época. En los dos casos, tengo bien presente la heladería "Massera". Nunca entré ni compré nada ahí. La miraba desde la vereda de enfrente, desde cerca, desde lejos. Me preguntaba...¿será de él? Tenía cierta verguenza de preguntarle a alguien, a algún amigo o conocido. No sé porqué. Pero me parecía inimaginable que alguien como vos, pudiera generar algo dulce, algo tan atractivo para un chico de 12 años. Tu nombre no me sabe a hierbas ni a helados. Tu nombre siempre fue un mal inarbacable, por más que tuviera gusto a dulce de leche.

No me alegra tu muerte. Ni siquiera hoy, muchos años después, somos capaces de darnos cuenta de la enorme y terrible herencia que personajes siniestros como vos dejaron en nuestra sociedad. Todavía hoy siguen apareciendo nietos. Todavía hoy hay miles de familiares que no saben donde están los restos de sus seres queridos. Todavía hoy hay gente con miedo y con todo tipo de secuelas. Todavía hoy, a más de treinta años después. Ese es tu legado. Y no pagaste lo suficiente por ello.

No me alegra tu muerte. No voy a salir a tocar la bocina por barrio norte. Prefiero apostar a la memoria y, si puedo, aportar mínimamente a la historia.

Dijiste en 1985: Mis jueces disponen de la crónica, pero yo dispongo de la historia y es allí donde se escuchará el veredicto final.

No querido. Nadie dispone de la historia. La historia la escribimos y la hacemos entre todos. Y no da veredictos. Eso ya lo hizo la justicia. Tus hechos, tus acciones, tu locura y tu odio, ya son conocidos en todo el país y buena parte del mundo. Cada uno lo interpretará a su manera.

Pero de algo podés estar seguro: no te olvidaremos.