sábado, 27 de febrero de 2010

Llega Marzo

No suelo subir este tipo de anuncios políticos. Pero llega Marzo. El temido Marzo vuelve a Buenos Aires: la ciudad está por retomar su ritmo vertiginoso, el tráfico va a volver a hacer de las suyas, las clases están por comenzar...todo esto y mucho más.


De todas maneras eso era antes. Buenos Aires no es lo que era. Desde hace dos años los que vivimos en esta zona del mundo tan particular lo sabemos. Buenos Aires está bueno. Muy bueno. Y para todos. Veni Marzo. Te esperamos tranquilos. Todos.

Recordemos con emotividad como empezó el cambio. Así de simple. Recordemos todos. Que está bueno. Muy bueno.

miércoles, 24 de febrero de 2010

Sergio y Dominique animan tu fiestita!!

Sergio Lapegüe y Dominique Metzger son dos artistas que trabajan de "periodistas" para hacerse unos pesos y poder llegar a fin de mes. Pero si vos mirás bien sus notas, vas a ver que son unos verdaderos maestros en varios sentidos por lo que te los recomiendo calurosamente para pasar una velada inolvidable. Estos es una breve síntesis de sus virtudes


1) Crean situaciones de suspenso donde uno menos se lo imagina. Partiendo de la situación más cotidiana ellos pueden hacernos pasar un momento de tensión in crescendo, inclusive descubriendo de antemano al culpable. Verdaderos maestros del arte narrativo, envidia de García Marquez que ni les llega a los talones con su "Crónica de una muerte anunciada".

2) No sólo hacen juegos de palabras, sino que también hacen juegos de hechos. Los simples hechos cotidianos, como unos hijos ayudando a su madre, pasan a tener múltiples significados llegando a crear verdaderas momentos de intriga, asombro y buen humor.

3) Redescubrieron, en pleno siglo XXI dominado por la abundancia de la imagen, el arte de la oratoria llegando a lo más profundo de nuestras emociones con los distintos matices y entonaciones que le dan a su voz.

4) Ültimo en orden pero no en importancia, saben llegar a la gente "común", "de la calle". Un simple ciudadano limpiando su auto, es capaz de dejar todo para transmitirles a ellos sus fantasías, rencores y esperanzas.

En este pequeño ejemplo que vas a ver ahora podés ver una pequeña muestra de todo lo que son capaces de hacer. Y esto no es nada: en vivo...son mucho mejor!!

Por eso repito: si no querés pasar una fiesta aburrida, llamá a Sergio Lapegüe y Dominique Metzger. Su representante, el Señor TN, te hace precio.

Mirálos en vivo. Esta te la regalo. La segunda....

domingo, 21 de febrero de 2010

No tengo tele

Felicitaciones me dijo el doctor. Su nivel de colesterol cerebral ha disminuido notablemente. ¿En serio dotor? ¿Usted quiere decir que se me está yendo, o diluyendo, la cantidad de grasa acumulada en el cerebro que dificulta el normal funcionamiento de mis neuronas? Efectivamente su grasa cerebral está disminuyendo. Pero esto no quiere decir que podamos hablar de un normal funcionamiento de sus neuronas. Eso tenemos que ir evaluándolo con el tiempo. Usted hace música electroacústica, no? Si dotor, ya sé de que habla...dije mirando tímidamente al piso. No se ponga así. Al menos es un comienzo. Le dí la mano, no sin cierta emoción contenida, y salí rápido del consultorio.


Desde hace unos meses, y por razones absolutamente personales, estoy sin tele. Sin televisión para ser más precisos. Pero voy a ser más preciso todavía para que no creas que soy un marciano o un hallazgo arqueológico. Tengo pantalla. Tranquilo/a. Tengo una laptop (que moderno que soy) y una computadora. Y banda ancha (guau!!) En un primer momento tuve el típico síndrome de abstinencia: no podía. No podía estar sin la tele funcionando en mi cena, en mi pos cena, en mi pre cena, etcétera. Entonces decidí empezar a ver películas que hacía tiempo quería ver y nunca tenía tiempo. Empecé a bajar películas, las que se me ocurría, las que se me daba la gana. Y alguna que otra serie también. Para consumo personal, nada más. Las veo y las borro. Y de golpe, casi sin querer, me acostumbré.

¿Sabés cuando me dí cuenta? Un día fui a un bar a tomar algo y, gracias a esa genial y brillante idea que tuvieron los dueños de algunos bares de Buenos Aires de poner teles gigantes en sus locales, volví a ver algo de esa realidad. Ufff....Me dije: que lejos que estoy de eso. Que bien me siento de no ver esas publicidades, de no escuchar esos opinólogos "objetivos" de saco y corbata, de no escuchar hablar ni ver nada de la farándula. El primer síntoma fue mi hígado. Tomé conciencia, al verme en un espejo, que ya no estaba amarillo.

Pero no es fácil. No creas. Una amiga me dijo ¿cómo que no sabés quien es R. F.? No...no se. Pero...¿en que mundo vivís? Tuve ganas de contestarle ¿y quien te dijo que la tele es el mundo? ¿quien te dijo que la única realidad es la televisiva? ¿quien te hizo creer que si no sabés que pasa en la tele estás fuera de la realidad? ¿porqué creés que hay una sola realidad? Pero claro, estábamos cenando un asado espectacular y reconozco que algún instinto primitivo prefirió satisfacer mis papilas gustativas antes que ponerme en defensor de principios insustentables. De carne somos.

Ahora creo que dí un paso adelante. Que llegué a un punto donde no hay vuelta atrás. No voy a poner ninguna antena, ni contratar ninguna empresa de cable. Te lo recomiendo. Si querés ver algo, lo buscás. Y seguramente vas a estar a salvo de una realidad tan hipócrita como vertiginosa, tan mediocre como masiva. Y nada de esto es casual.

Insisto: te lo recomiendo. Preguntale a mi dotor sino me ve mejor. Ya sé. Me falta todavía, nadie es perfecto. Pero algo de esa grasita empezó a bajar. Y no te puedo explicar lo bien que hace...

miércoles, 17 de febrero de 2010

Algunos textos de Julio

Por muchas razones, no soy muy amante de los recordatorios y/o ceremonias que motivan una determinada fecha. Al menos me pasa eso con la gente cercana, o que considero cercana en el afecto, en la sensibilidad o en cierta mirada común. La memoria, en mi caso, es algo a veces cotidiano, a veces ocasional y a veces, muchas veces, suele tener una cierta modalidad sorpresiva, por lo general en los momentos menos esperados.

Por eso no publiqué nada hace unos días cuando se cumplía un nuevo aniversario de la partida de Julio Cortázar. Se me pasó. Me distraje hablando de cotorritas, mirá vos. Pero aquí va. Que mejor homenaje que leer y releer algunos de aquellos textos que tantos nos marcaron o con los que tanto nos identificamos. No sé porqué uso el plural. Quizás porque intuyo que a vos te pasa lo mismo. Ya me contarás.

Seleccioné aquí algunos, muy pocos, nada más. Los temas son los de siempre: el absurdo, la poesía, el amor, el compromiso. ¿Que cronopio no se ve reflejado en ellos? Al final está la carta llamada "Situación del Intelectual Latinoamericano". Si, ya sé. Es un poco larga. Pero no te vayas, no hagas clicks intempestivos y abandónicos. A pesar de estar escrita en 1967 vale la pena volver a leerla y muy especialmente hoy, que hay tantos pregoneros fanáticos de la globalización, al igual que de un localismo ingenuo y a veces igual de fanático. Julio la tenía muy clara en esa época, incluso antes de la Revolución Nicaraguense de 1979, que fue otro de sus grandes amores.

¿Nos cronopizamos un rato?

Lucas, sus desconciertos
Allá por el año del gofio Lucas iba mucho a los conciertos y dale con Chopin, Zoltan Kodaly, Pucciverdi y para qué te cuento Brahms y Beethoven y hasta Ottorino Respighi en las épocas flojas.

Ahora no va nunca y se las arregla con los discos y la radio o silbando recuerdos, Menuhin y Friedrich Guida y Marian Anderson, cosas un poco paleolíticas en estos tiempos acelerados, pero la verdad es que en los conciertos le iba de mal en peor hasta que hubo un acuerdo de caballeros entre Lucas que dejó de ir y los acomodadores y parte del público que dejaron de sacarlo a
patadas. ¿A qué se debía tan espasmódica discordancia? Si le preguntas, Lucas se acuerda de algunas cosas, por ejemplo la noche en el Colón cuando un pianista a la hora de los bises se lanzó con las manos armadas de Khatchaturian contra un teclado por completo indefenso, ocasión aprovechada por el público para concederse una crisis de histeria cuya magnitud correspondía exactamente al estruendo alcanzado por el artista en los paroxismos finales, y ahí lo tenemos a
Lucas buscando alguna cosa por el suelo entre las plateas y manoteando para todos lados.

—¿Se le perdió algo, señor? —inquirió la señora entre cuyos tobillos proliferaban los dedos de Lucas.
—La música, señora —dijo Lucas, apenas un segundo antes de que el senador Poliyatti le zampara la primera patada en el culo.

Hubo asimismo la velada de Heder en que una dama aprovechaba delicadamente los pianissimos de Lotte Lehman para emitir una tos digna de las bocinas de un templo tibetano, razón por la cual en algún momento se oyó la voz de Lucas diciendo: «Si las vacas tosieran, toserían como esa señora», diagnóstico que determinó la intervención patriótica del doctor Chucho Beláustegui y el
arrastre de Lucas con la cara pegada al suelo hasta su liberación final en el cordón de la vereda de la calle Libertad.

Es difícil tomarle gusto a los conciertos cuando pasan cosas así, se está mejor at home.

Amor 77
Y después de hacer todo lo que hacen, se levantan, se bañan, se entalcan, se perfuman, se peinan, se visten, y así progresivamente van volviendo a ser lo que no son.

Toco tu boca
Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano por tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja.

Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y nuestros ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio.

Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura.

Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella.

Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mi como una luna en el agua.

Situación del Intelectual Latinoamericano
Saignon (Vaucluse). 10 de mayo de 1967
A Roberto Fernández Retamar en La Habana

Mi querido Roberto: Te debo una carta, y unas páginas para el número de la Revista que tratará de la situación del intelectual latinoamericano contemporáneo. Por lo que verás a renglón casi seguido, me resulta más sencillo unir ambas cosas; hablando contigo, aunque sólo sea desde un papel por encima del mar, me parece que alcanzaré a decir mejor algunas cosas que se me almidonarían si les diera el tono del ensayo, y tú ya sabes que el almidón y yo no hacemos buenas camisas. Digamos entonces que una vez más estamos viajando en auto rumbo a Trinidad y que después de habernos apoderado con gran astucia de los dos mejores asientos, con probable cólera de Mario, Ernesto y Fernando apiñados en el fondo, reanudamos aquella conversación que me valió pasar tres maravillosos días en enero último, y que de alguna manera no se interrumpirá jamás entre tú y yo.

Prefiero este tono porque palabras como “intelectual” y “latinoamericano” me hacen levantar instintivamente la guardia, y si además aparecen juntas me suenan en seguida a disertación del tipo de las que terminan casi siempre encuadernadas (iba a decir enterradas) en pasta española. Súmale a eso que llevo dieciséis años fuera de Latinoamérica, y que me considero sobre todo como un cronopio que escribe cuentos y novelas sin otro fin que el perseguido ardorosamente por todos los cronopios, es decir su regocijo personal. Tengo que hacer un gran esfuerzo para comprender que a pesar de esas peculiaridades soy un intelectual latinoamericano; y me apresuro a decirte que si hasta hace pocos años esa clasificación despertaba en mí el reflejo muscular consistente en elevar los hombros hasta tocarme las orejas creo que los hechos cotidianos de esta realidad que nos agobia (¿realidad esta pesadilla irreal, esta danza de idiotas al borde del abismo?) obligan a suspender los juegos, y sobre todo los juegos de palabras. Acepto, entonces, considerarme un intelectual latinoamericano, pero mantengo una reserva: no es por serlo que diré lo que quiero decirte aquí. Si las circunstancias me sitúan en ese contexto y dentro de él debo hablar, prefiero que se entienda claramente que lo hago como un ente moral, digamos lisa y llanamente como un hombre de buena fe, sin que mi nacionalidad y mi vocación sean las razones determinantes de mis palabras. El que mis libros estén presentes desde hace años en Latinoamérica no invalida el hecho deliberado e irreversible de que me marché de la Argentina en 1951 y que sigo residiendo en un país europeo que elegí sin otro motivo que mi soberana voluntad de vivir y escribir en la forma que me parecía más plena y satisfactoria. Hechos concretos me han movido en los últimos cinco años a reanudar un contacto personal con Latinoamérica, y ese contacto se ha hecho por Cuba y desde Cuba; pero la importancia que tiene para mí ese contacto no se deriva de mi condición de intelectual latinoamericano; al contrario, me apresuro a decirte que nace de una perspectiva mucho más europea que latinoamericana, y más ética que intelectual. Si lo que sigue ha de tener algún valor, debe nacer de una total franqueza, y empiezo por señalarlo a los nacionalistas de escarapela y banderita que directa o indirectamente me han reprochado muchas veces mi “alejamiento” de mi patria o, en todo caso, mi negativa a reintegrarme físicamente a ella.

En última instancia, tú y yo sabemos de sobra que el problema del intelectual contemporáneo es uno solo, el de la paz fundada en la justicia social, y que las pertenencias nacionales de cada uno sólo subdividen la cuestión sin quitarle su carácter básico. Pero es aquí donde un escritor alejado de su país se sitúa forzosamente en una perspectiva diferente. Al margen de la circunstancia local, sin la inevitable dialéctica del challenge and response cotidianos que representan los problemas políticos, económicos o sociales del país, y que exigen el compromiso inmediato de todo intelectual consciente, su sentimiento del proceso humano se vuelve por decirlo así más planetario, opera por conjuntos y por síntesis, y si pierde la fuerza concentrada en un contexto inmediato, alcanza en cambio una lucidez a veces insoportable pero siempre esclarecedora. Es obvio que desde el punto de vista de la mera información mundial, da casi lo mismo estar en Buenos Aires que en Washington o en Roma, vivir en el propio país o fuera de él. Pero aquí no se trata de información sino de visión. Como revolucionario cubano, sabes de sobra hasta qué punto los imperativos locales, los problemas cotidianos de tu país, forman por así decirlo un primer círculo vital en el que debes obrar e incidir como escritor, y que ese primer círculo en el que se juega tu vida y tu destino personal a la par de la vida y el destino de tu pueblo, es a la vez contacto y barrera con el resto del mundo, contacto porque tu batalla es la de la humanidad, barrera porque en la batalla no es fácil atender a otra cosa que a la línea de fuego.

No se me escapa que hay escritores con plena responsabilidad de su misión nacional que bregan a la vez por algo que la rebasa y la universaliza; pero bastante más frecuente es el caso de los intelectuales que, sometidos a ese condicionamiento circunstancial, actúan por así decirlo desde fuera hacia adentro, partiendo de ideales y principios universales para circunscribirlos a un país, a un idioma, a una manera de ser. Desde luego no creo en los universalismos diluidos y teóricos, en las “ciudadanías del mundo” entendidas como un medio para evadir las responsabilidades inmediatas y concretas “Vietnam, Cuba, toda Latinoamérica” en nombre de un universalismo más cómodo por menos peligroso; sin embargo, mi propia situación personal me inclina a participar en lo que nos ocurre a todos, a escuchar las voces que entran por cualquier cuadrante de la rosa de los vientos. A veces me he preguntado qué hubiera sido de mi obra de haberme quedado en la Argentina; sé que hubiera seguido escribiendo porque no sirvo para otra cosa, pero a juzgar por lo que llevaba hecho hasta el momento de marcharme de mi país, me inclino a suponer que habría seguido la concurrida vía del escapismo intelectual, que era la mía hasta entonces y sigue siendo la de muchísimos intelectuales argentinos de mi generación y mis gustos. Si tuviera que enumerar las causas por las que me alegro de haber salido de mi país (y quede bien claro que hablo por mí solamente, y de manera a título de parangón) creo que la principal sería el haber seguido desde Europa, con una visión des-nacionalizada, la revolución cubana. Para afirmarme en esta convicción me basta, de cuando en cuando, hablar con amigos argentinos que pasan por París con la más triste ignorancia de lo que verdaderamente ocurre en Cuba; me basta hojear los periódicos que leen veinte millones de compatriotas; me basta y me sobra sentirme a cubierto de la influencia que ejerce la información norteamericana en mi país y de la que no se salvan, incluso creyéndolo sinceramente, infinidad de escritores y artistas argentinos de mi generación que comulgan todos los días con las ruedas de molino subliminales de la United Press y las revistas “democráticas” que marchan al compás de Time o de Life.

Aquí ya puedo hablar en primera persona, puesto que de eso se trata en los testimonios que nos has pedido. Lo primero que diré es una paradoja que puede tener su valor si se la mide a la luz de los párrafos anteriores en que he tratado de situarme y situarte mejor ¿No te parece en verdad paradójico que un argentino casi enteramente volcado hacia Europa en su juventud, al punto de quemar las naves y venirse a Francia, sin una idea precisa de su destino, haya descubierto aquí, después de una década, su verdadera condición de latinoamericano? Pero esta paradoja abre una cuestión más honda: la de si no era necesario situarse en la perspectiva más universal del viejo mundo, desde donde todo parece poder abarcarse con una especie de ubicuidad mental, para ir descubriendo poco a poco las verdaderas raíces de lo latinoamericano sin perder por eso la visión global de la historia y del hombre. La edad, la madurez, influyen desde luego, pero no bastan para explicar ese proceso de reconciliación y recuperación de valores originales; insisto en creer (y en hablar por mí mismo y sólo por mí mismo) que, si me hubiera quedado en la Argentina, mi madurez de escritor se hubiera traducido de otra manera, probablemente más perfecta y satisfactoria para los historiadores de la literatura, pero ciertamente menos incitadora, provocadora y en última instancia fraternal para aquellos que leen mis libros por razones vitales y no con vistas a la ficha bibliográfica o la clasificación estética. Aquí quiero agregar que de ninguna manera me creo un ejemplo de esa “vuelta a los orígenes” –telúricos, nacionales, lo que quieras– que ilustra precisamente una importante corriente de la literatura latinoamericana, digamos Los pasos perdidos y, más circunscritamente, Doña Bárbara. El telurismo como lo entiende entre ustedes un Samuel Feijóo, por ejemplo, me es profundamente ajeno por estrecho, parroquial y hasta diría aldeano; puedo comprenderlo y admirarlo en quienes no alcanzan, por razones múltiples, una visión totalizadora de la cultura y de la historia, y concentran todo su talento en una labor “de zona“, pero me parece un preámbulo a los peores avances del nacionalismo negativo cuando se convierte en el credo de escritores que, casi siempre por falencias culturales, se obstinan en exaltar los valores del terruño contra los valores a secas, el país contra el mundo, la raza (porque en eso se acaba) contra las demás razas. ¿Podrías tú imaginarte a un hombre de la latitud de un Alejo Carpentier convirtiendo la tesis de su novela citada en una inflexible bandera de combate? Desde luego que no, pero los hay que lo hacen, así como hay circunstancias de la vida de los pueblos en que ese sentimiento del retorno, ese arquetipo casi junguiano del hijo pródigo, de Odiseo al final de periplo, puede derivar a una exaltación tal de lo propio que, por contragolpe lógico, la vía del desprecio más insensato se abra hacia todo lo demás. Y entonces ya sabemos lo que pasa, lo que pasó hasta 1945, lo que puede volver a pasar.

Quedamos, entonces, para volver a mí que soy desganadamente el tema de estas páginas, que la paradoja de redescubrir a distancia lo latinoamericano entraña un proceso de orden muy diferente a una arrepentida y sentimental vuelta al pago. No solamente no he vuelto al pago sino que Francia, que es mi casa, me sigue pareciendo el lugar de elección para un temperamento como el mío, para mis gustos y, espero, para lo que pienso todavía escribir antes de dedicarme a la vejez, tarea complicada y absorbente como es sabido. Cuando digo que aquí me fue dado descubrir mi condición de latinoamericano, indico tan sólo una de las consecuencias de una evolución más compleja y abierta. Ésta no es una autobiografía, y por eso resumiré esa evolución en el mero apunte de sus etapas. De la Argentina se alejó un escritor para quien la realidad, como lo imaginaba Mallarmé, debía culminar en un libro; en París nació un hombre para quien los libros deberán culminar en la realidad. Ese proceso comportó muchas batallas, derrotas, traiciones y logros parciales. Empecé por tener conciencia de mi prójimo, en un plano sentimental y por decirlo así antropológico; un día desperté en Francia a la evidencia abominable de la guerra de Argelia, yo que de muchacho había seguido la guerra de España y más tarde la guerra mundial como una cuestión en la que lo fundamental eran principios e ideas en lucha. En 1957 empecé a tomar conciencia de lo que pasaba en Cuba (antes había noticias periodísticas de cuando en cuando, vaga noción de una dictadura sangrienta como tantas otras, ninguna participación afectiva a pesar de la adhesión en el plano de los principios). El triunfo de la revolución cubana, los primeros años del gobierno, no fueron ya una mera satisfacción histórica o política; de pronto sentí otra cosa, una encarnación de la causa del hombre como por fin había llegado a concebirla y desearla. Comprendí que el socialismo, que hasta entonces me había parecido una corriente histórica aceptable e incluso necesaria, era la única corriente de los tiempos modernos que se basaba en el hecho humano esencial, en el ethos tan elemental como ignorado por las sociedades en que me tocaba vivir, en el simple, inconcebiblemente difícil y simple principio de que la humanidad empezará verdaderamente a merecer su nombre el día en que haya cesado la explotación del hombre por el hombre. Más allá no era capaz de ir, porque, como te lo he dicho y probado tantas veces, lo ignoro todo de la filosofía política, y no llegué a sentirme un escritor de izquierda a consecuencia de un proceso intelectual sino por el mismo mecanismo que me hace escribir como escribo o vivir como vivo, un estado en el que la intuición, la participación al modo mágico en el ritmo de los hombres y las cosas, decide mi camino sin dar ni pedir explicaciones. Con una simplificación demasiado maniquea puedo decir que así como tropiezo todos los días con hombres que conocen a fondo la filosofía marxista y actúan sin embargo con una conciencia reaccionaria en el plano personal, a mí me sucede estar empapado por el peso de toda una vida en la filosofía burguesa, y sin embargo me interno cada vez más por las vías del socialismo. Y no es fácil, y ésa es precisamente misituación actual por la que se pregunta en esta encuesta. Un texto mío que publicaste hace poco en la revista “Casilla del camaleón” puede mostrar una parte de ese conflicto permanente de un poeta con el mundo, de un escritor con su trabajo.

Pero para hablar de mi situación como escritor que ha decidido asumir una tarea que considera indispensable en el mundo que lo rodea, tengo que completar la síntesis de ese camino que llegó a su fin con mi nueva conciencia de la revolución cubana. Cuando fui invitado por primera vez a visitar tu país, acababa de leer Cuba, isla profética, de Waldo Frank, que resonó extrañamente en mí, despertándome a una nostalgia, a un sentimiento de carencia, a un no estar verdaderamente en el mundo de mi tiempo aunque en esos años mi mundo parisiense fuera tan pleno y exaltante como lo había deseado siempre y lo había conseguido después de más de una década de vida en Francia. El contacto personal con las realizaciones de la revolución, la amistad y el diálogo con escritores y artistas, lo positivo y lo negativo que vi y compartí en ese primer viaje actuaron doblemente en mí; por un lado tocaba otra vez la realidad latinoamericana de la que tan alejado me había sentido en el terreno personal, y por otro lado asistía cotidianamente a la dura y a veces desesperada tarea de edificar el socialismo en un país tan poco preparado en muchos aspectos y tan abierto a los riesgos más inminentes. Pero entonces sentí que esa doble experiencia no era doble en el fondo, y ese brusco descubrimiento me deslumbró. Sin razonarlo, sin análisis previo, viví de pronto el sentimiento maravilloso de que mi camino ideológico coincidiera con mi retorno latinoamericano; de que esa revolución, la primera revolución socialista que me era dado seguir de cerca, fuera una revolución latinoamericana. Guardo la esperanza de que en mi segunda visita a Cuba, tres años más tarde, te haya mostrado que ese deslumbramiento y esa alegría no se quedaron en mero goce personal. Ahora me sentía situado en un punto donde convergían y se conciliaban mi convicción en un futuro socialista de la humanidad y mi regreso individual y sentimental a una Latinoamérica de la que me había marchado sin mirar hacia atrás muchos años antes.

Cuando regresé a Francia luego de esos dos viajes, comprendí mejor dos cosas. Por una parte, mi hasta entonces vago compromiso personal e intelectual con la lucha por el socialismo entraría, como ha entrado, en un terreno de definiciones concretas, de colaboración personal allí donde pudiera ser útil. Por otra parte, mi trabajo de escritor continuaría el rumbo que le marca mi manera de ser, y aunque en algún momento pudiera reflejar ese compromiso (como algún cuento que conoces y que ocurre en tu tierra) lo haría por las mismas razones de libertad estética que ahora me están llevando a escribir una novela que ocurre prácticamente fuera del tiempo y del espacio histórico. A riesgo de decepcionar a los catequistas y a los propugnadores del arte al servicio de las masas, sigo siendo ese cronopio que, como lo decía al comienzo, escribe para su regocijo o su sufrimiento personal, sin la menor concesión, sin obligaciones “latinoamericanas” o “socialistas” entendidas comoa prioris pragmáticos. Y es aquí donde lo que traté de explicar al principio encuentra, creo, su justificación más profunda. Sé de sobra que vivir en Europa y escribir “argentino” escandaliza a los que exigen una especie de asistencia obligatoria a clase por parte del escritor. Una vez que para mi considerable estupefacción un jurado insensato me otorgó un premio en Buenos Aires, supe que alguna célebre novelista de esos pagos había dicho con patriótica indignación que los premios argentinos deberían darse solamente a los residentes en el país. Esta anécdota sintetiza en su considerable estupidez una actitud que alcanza a expresarse de muchas maneras pero que tiende siempre al mismo fin; incluso en Cuba, donde poco podría importar si habito en Francia o en Islandia, no han faltado los que se inquietan amistosamente por ese supuesto exilio. Como la falsa modestia no es mi fuerte, me asombra que a veces no se advierta hasta qué punto el eco que han podido despertar mis libros en Latinoamérica se deriva de que proponen una literatura cuya raíz nacional y regional está como potenciada por una experiencia más abierta y más compleja, y en la que cada evocación o recreación de lo originalmente mío alcanza su extrema tensión gracias a esa apertura sobre y desde un mundo que lo rebasa y en último extremo lo elige y lo perfecciona. Lo que entre ustedes ha hecho un Lezama Lima, es decir, asimilar y cubanizar por vía exclusivamente libresca y de síntesis mágico-poética los elementos más heterogéneos de una cultura que abarca desde Parménides hasta Serge Diaghilev, me ocurre a mí hacerlo a través de experiencias tangibles, de contactos directos con una realidad que no tiene nada que ver con la información o la erudición pero que es su equivalente vital, la sangre misma de Europa. Y si de Lezama puede afirmarse, como acaba de hacerlo Vargas Llosa en un bello ensayo aparecido en la revista Amaru, que su cubanidad se afirma soberana por esa asimilación de lo extranjero a los jugos y a la voz de su tierra, yo siento que también la argentinidad de mi obra ha ganado en vez de perder por esa ósmosis espiritual en la que el escritor no renuncia a nada, no traiciona nada sino que sitúa su visión en un plano desde donde sus valores originales se insertan en una trama infinitamente más amplia y más rica y por eso mismo –como de sobra lo sé yo aunque otros lo nieguen– ganan a su vez en amplitud y riqueza, se recobran en lo que pueden tener de más hondo y de más valedero.

Por todo esto, comprenderás que mi “situación” no solamente no me preocupa en el plano personal sino que estoy dispuesto a seguir siendo un escritor latinoamericano en Francia. A salvo por el momento de toda coacción, de la censura o la autocensura que traban la expresión de los que viven en medios políticamente hostiles o condicionados por circunstancias de urgencia, mi problema sigue siendo, como debiste sentirlo al leer Rayuela, un problema metafísico, un desgarramiento continuo entre el monstruoso error de ser lo que somos como individuos y como pueblos en este siglo, y la entrevisión de un futuro en el que la sociedad humana culminaría por fin en ese arquetipo del que el socialismo da una visión práctica y la poesía una visión espiritual. Desde el momento en que tomé conciencia del hecho humano esencial, esa búsqueda representa mi compromiso y mi deber. Pero ya no creo, como pude cómodamente creerlo en otro tiempo, que la literatura de mera creación imaginativa baste para sentir que me he cumplido como escritor, puesto que mi noción de esa literatura ha cambiado y contiene en sí el conflicto entre la realización individual como la entendía el humanismo, y la realización colectiva como la entiende el socialismo, conflicto que alcanza su expresión quizá más desgarradora en el Marat-Sade de Peter Weiss. Jamás escribiré expresamente para nadie, minorías o mayorías, y la repercusión que tengan mis libros será siempre un fenómeno accesorio y ajeno a mi tarea; y sin embargo hoy sé que escribo para, que hay una intencionalidad que apunta a esa esperanza de un lector en el que reside ya la semilla del hombre futuro. No puedo ser indiferente al hecho de que mis libros hayan encontrado en los jóvenes latinoamericanos un eco vital, una confirmación de latencias, de vislumbres, de aperturas hacia el misterio y la extrañeza y la gran hermosura de la vida. Sé de escritores que me superan en muchos terrenos y cuyos libros, sin embargo, no entablan con los hombres de nuestras tierras el combate fraternal que libran los míos. La razón es simple, porque si alguna vez se pudo ser un gran escritor sin sentirse partícipe del destino histórico inmediato del hombre, en este momento no se puede escribir sin esa participación que es responsabilidad y obligación, y sólo las obras que la trasunten, aunque sean de pura imaginación, aunque inventen la infinita gama lúdica de que es capaz el poeta y el novelista, aunque jamás apunten directamente a esa participación, sólo ellas contendrán de alguna indecible manera ese temblor, esa presencia, esa atmósfera que las hace reconocibles y entrañables, que despierta en el lector un sentimiento de contacto y cercanía.

Si esto no es aún suficientemente claro, déjame completarlo con un ejemplo. Hace veinte años veía yo en un Paul Valéry el más alto exponente de la literatura occidental. Hoy continúo admirando al gran poeta y ensayista, pero ya no representa para mí ese ideal. No puede representarlo quien, a lo largo de toda una vida consagrada a la meditación y a la creación, ignoró soberanamente (y no sólo en sus escritos) los dramas de la condición humana que en esos mismos años se abrían paso en la obra epónima de un André Malraux y, desgarrada y contradictoriamente pero de una manera admirable precisamente por ese desgarramiento y esas contradicciones, en un André Gide. Insisto en que a ningún escritor le exijo que se haga tribuno de la lucha que en tantos frentes se está librando contra el imperialismo en todas sus formas, pero sí que sea testigo de su tiempo como lo querían Martínez Estrada y Camus, y que su obra o su vida (¿pero cómo separarlas?) den ese testimonio en la forma que les sea propia. Ya no es posible respetar como se respetó en otros tiempos al escritor que se refugiaba en una libertad mal entendida para dar la espalda a su propio signo humano, a su pobre y maravillosa condición de hombre entre hombres, de privilegiado entre desposeídos y martirizados.

Para mí, Roberto, y con esto terminaré, nada de eso es fácil. El lento, absorbente, infinito y egoísta comercio con la belleza y la cultura, la vida en un continente donde unas pocas horas me ponen frente a los frescos de Giotto o los Velázquez del Prado, en la curva del Rialto del Gran Canal o en esas salas londinenses donde se diría que las pinturas de Turner vuelven a inventar la luz, la tentación cotidiana de volver como en otros tiempos a una entrega total y fervorosa a los problemas estéticos e intelectuales, a la filosofía abstracta, a los altos juegos del pensamiento y de la imaginación, a la creación sin otro fin que el placer de la inteligencia y de la sensibilidad, libran en mí una interminable batalla con el sentimiento de que nada de todo eso se justifica éticamente si al mismo tiempo no se está abierto a los problemas vitales de los pueblos, si no se asume decididamente la condición de intelectual del tercer mundo en la medida en que todo intelectual, hoy en día, pertenece potencial o efectivamente al tercer mundo puesto que su sola vocación es un peligro, una amenaza, un escándalo para los que apoyan lenta pero seguramente el dedo en el gatillo de la bomba. Ayer, en Le Monde, un cable de la UPI transcribía declaraciones de Robert McNamara. Textualmente, el secretario norteamericano de la defensa (¿de qué defensa?) dice esto: “Estimamos que la explosión de un número relativamente pequeño de ojivas nucleares en cincuenta centros urbanos de China destruiría la mitad de la población urbana (más de cincuenta millones de personas) y más de la mitad de la población industrial. Además, el ataque exterminaría a un gran número de personas que ocupan puestos clave en el gobierno, en la esfera técnica y en la dirección de las fábricas, así como una gran proporción de obreros especializados.” Cito ese párrafo porque pienso que, después de leerlo, un escritor digno de tal nombre no puede volver a sus libros como si no hubiera pasado nada, no puede seguir escribiendo con el confortable sentimiento de que su misión se cumple en el mero ejercicio de una vocación de novelista, de poeta o de dramaturgo. Cuando leo un párrafo semejante, sé cuál de los dos elementos de mi naturaleza ha ganado la batalla. Incapaz de acción política, no renuncio a mi solitaria vocación de cultura, a mi empecinada búsqueda ontológica, a los juegos de la imaginación en sus planos más vertiginosos; pero todo eso no gira ya en sí mismo y por sí mismo, no tiene ya nada que ver con el cómodo humanismo de los mandarines de occidente. En lo más gratuito que pueda yo escribir asomará siempre una voluntad de contacto con el presente histórico del hombre, una participación en su larga marcha hacia lo mejor de sí mismo como colectividad y humanidad. Estoy convencido de que sólo la obra de aquellos intelectuales que respondan a esa pulsión y a esa rebeldía se encarnará en las conciencias de los pueblos y justificará con su acción presente y futura este oficio de escribir para el que hemos nacido.

Un abrazo muy fuerte de tu
JULIO

miércoles, 10 de febrero de 2010

Cotorritas

Se siente. De a poco, a veces sutilmente, a veces más brutalmente, el cambio climático se siente. Está presente (guiño local). Tanto sea en forma de catástrofes, que por supuesto suele afectar mayormente a los más débiles de la cadena, como en la forma más tenue de cambios en la media anual de temperatura.


Por supuesto esto (rima fácil) va modificando también nuestra vida cotidiana. Los horarios de prohibición para tomar sol se amplían, por poner un ejemplo. Bueno...el tema ya no es tomar sol sino directamente la exposición al sol. Y tampoco resulta tan extraño convivir con temperaturas extremas en algunos lugares del planeta donde hace unos años era algo muy ocasional.

En medio de esta gran protesta geológica, Buenos Aires se está tropicalizando. Sin playas, lo cual le quita cierto encanto a la palabra "tropical" pero con una gran vegetación que crece y crece gracias a las tormentas de verano y la simpática llegada a la ciudad, no a toda pero si a aquella con mayor cantidad de espacio verde, de una gran cantidad de cotorritas que hacen de las suyas, como sabe cualquier conocedor de cotorritas.
El tema es que sus chillidos le están agregando un interesante (adjetivo neutro detestado por muchos artistas) y nuevo componente sonoro a Buenos Aires. A la tranquila y pacífica Buenos Aires. (ironía)

Siempre se ha hablado, no sin una evidente nostalgia, de los sonidos que se pierden, de los sonidos que el crecimiento de las ciudades va arrasando: los gritos de los vendedores ambulantes, los traqueteos de las ruedas de algunas carretas que llevaban mercadería al Mercado del Abasto, el sonido del tranvía entre muchos otros, dependiendo de la época y de la ciudad por supuesto. Un cierto entorno sonoro más natural que se va perdiendo con el avance arrollador de la civilización.
Pues bien, es aquí donde acuden a nosotros las cotorritas salvadoras. ¿Ves? No todo son motores y ondas electromagnéticastridimensionales extrañas. Ellas vienen hacia nuestra tropical Buenos Aires a darle un toque natural, a sonorizar y de esa forma alterar levemente nuestro entorno sonoro.


¿Quien sabe, quien puede aventurar que otras especies van a ir migrando y con cuyos sonidos vamos a tener que convivir? Muy pocos seguramente.

Un último detalle. Las inquietas cotorritas parece deleitarse con las grandes ciudades. Sino, no entiendo que están haciendo en Madrid, cuyo clima no es nada tropical, hasta donde sé. Al menos hasta ahora. Lo cierto es que ahí se quejan de las cotorras argentinas. ¿Habrán emigrado buscando un futuro mejor? Una pista nos la da un vecino entrevistado por la televisión española: dice que son "ilegales"(minuto 1:50 aprox.) Uyuyuy...ya veo largas colas de cotorras haciendo trámites en extranjería, tratando de demostrar que sus padres o abuelos eran españoles...En fin.

Va el informe completo.

miércoles, 3 de febrero de 2010

Confrontadores y pacificadores

Que difícil es mantener un poco de cordura viviendo en un mundo parecido al reino del revés. Que difícil es poder pensar sin caer en simplismos y etiquetarnos. ¿Porqué te digo esto? Solamente con mirar el título de esta breve nota, uno toma partido casi de manera instintiva: yo estoy del lado de los pacificadores, yo quiero vivir en paz. Obviamente el tema no es tan simple. Escarbemos un poco.

Los medios instalaron que los Kirchner tienen un estilo confrontativo. Puede ser. El tema es si aceptamos, así porque si, que eso está mal. ¿Está mal ser confrontativo? Veamos...¿Sabés una cosa? ¿Sabés a quien le decían que tenía un estilo confrontativo? A Raúl Alfonsín. No ahora, por supuesto, que es un bronce admirado y respetado por todos. Pero cuando estuvo en la presidencia no fue tan admirado y respetado.

Confrontó con las fuerzas armadas llevandolas a juicio por los crímenes de lesa humanidad cometidos en la dictadura. A cambio soportó todo tipo de presiones, incluyendo amenazas de baños de sangre, y tres alzamientos militares. Confrontó con la burocracia sindical. A cambio recibió trece paros generales. Confrontó con la Iglesia, impulsando la ley de Divorcio. Además, y en un hecho único en la historia, en 1987 le respondió desde el púlpito a monseñor José Miguel Medina cuya homilía asociaba su gobierno a la injusticia, la decadencia y a la destrucción de la identidad nacional. A cambio de su confrontación, la Iglesia le quitó su bendición y se le dio al dúo Menem-Duhalde que hicieron un gobierno...no confrontativo. Confrontó también con La Sociedad Rural, la unión de grandes terratenientes. Les molestó su Plan Primavera y lo silbaron sin piedad en medio de vacas y toros que esperaban listos para ser exhibidos. Y confrontó algo, un poco, con el poder económico y cultural. A cambio de todo esto, le organizaron un golpe de estado económico que terminó con su gobierno y con los ahorros de muchos de nosotros.

Después vinieron gobiernos buenitos, que no confrontaban. ¿Y quienes se beneficiaron de esa paz? Los grandes grupos económicos que compraron empresas estatales a precios viles, las fuerzas armadas que fueron indultadas, los grandes medios de comunicación que hicieron crecer enormemente su poder e influencia. Me quedo corto, ya sé. Faltan algunos, pero al menos no sobra nadie.

No soy un gran conocedor de la historia. Pero un pequeño y elemental sentido común me lleva a pensar que es imposible cambiar algo, cambiar de verdad, hacer cambios profundos, sin que haya confrontación. ¿O acaso los poderosos pacificadores aceptan tranquilamente ceder una mínima cuota de poder? ¿O acaso no son los mismos pacificadores los que no dudan a recurrir a todos los medios disponibles, incluyendo las fuerzas armadas, cuando sus intereses se ven perjudicados? Preguntale al pacificador George Bush...

Por supuesto que todos queremos paz. Y a la vez, y no hay que ser muy perspicaz para verlo, todos sabemos que la Argentina necesita cambios profundos. Y hay algunos pasos que se estan dando en esa dirección (ley de medios, anulación de indultos y vuelta a los juicios a las fuerzas armadas, fomento del consumo interno y cierta política de desendeudamiento). Pero claro, a los pacificadores no les gusta.

Creo que quien mejor expresó esta paradoja de los pacificadores fue Mario Benedetti. Va su Oda a la pacificación. Clarita como el agua.

No sé hasta dónde irán los pacificadores con su ruido metálico de paz
Pero hay ciertos corredores de seguros que ya colocan pólizas contra la pacificación
Y hay quienes reclaman la pena del garrote para los que no quieren ser pacificados
Cuando los pacificadores apuntan por supuesto tiran a pacificar
Y a veces hasta pacifican dos pájaros de un tiro
Es claro que siempre hay algún necio que se niega a ser pacificado por la espalda
O algún estúpido que se resiste a la pacificación a fuego lento
En realidad somos un país tan peculiar
Que quien pacifique a los pacificadores un buen pacificador será.

lunes, 1 de febrero de 2010

Cambalache de tazas

Estas fotos fueron tomadas en un pequeño negocio que vendía todo tipo de souvenirs en la ciudad de Valdivia, al Sur de Chile.

No sé si el dueño del lugar está al tanto del posmoderno y promocionado "fin de las ideologías" o si, simplemente "business is business". Pero no deja de ser llamativo, curioso...como la Biblia junto al calefón.

¿Tomamos algo?