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domingo, 22 de enero de 2012

Contra las telarañas de la costumbre

Por una de esas casualidades, me encontré con este prólogo que Julio Cortázar escribió para el libro Interrupciones I de Juan Gelman. Corría el año 1981. No corría. Pasaba lentamente y dolía el año 1981. Cómo dolía.

Quise probar algunas líneas antes de compartirlo con vos. Quise elegir algunos párrafos que me llegaron más hondo que otros. Pero no . Imposible. Va entero.

En los sitios http://www.juangelman.net/ y http://www.juangelman.com/wordpress/ tenés una gran cantidad de info y textos de Gelman. Vale la pena visitarlo aunque lo mejor son, por supuesto, sus libros.

Va Julio. Viene Julio. Siempre viene.

Juan Gelman ha querido que su libro se abriera con unas palabras mías, palabras de compatriota en el sentido más hondo, allí donde la noción de patria quiere decir tanto más que una pertenencia geográfica.Jamás un amigo me pidió algo tan difícil, jamás el afecto y la confianza de alguien muy querido me puso contra la pared como en este momento. Era preciso que Juan fuera Juan y que yo fuera Julio; era preciso que este libro viniera a golpearme en plena cara con su amarga y a la vez límpida fuerza; era preciso que su razón de ser contuviera todo eso que desde hace años vuelve cada noche en mis pesadillas y que en la vida diaria trato de denunciar y de atacar con mis pobres recursos de escritor. Quisiera decirlo ya, no estoy presentando a este libro de Juan, lo estoy simplemente acompañando yendole al lado como quiero seguir al lado de Juan en lo que nos queda de voz y de vida, para un día volver con Juan y con tantos otros compañeros a lo verdaderamente nuestro.


Tal vez lo mejor que puedo decirle al lector es que entre en estos poemas como se entra en un sendero, siguiéndolo en sus curvas y sus ascensos, deteniéndose allí donde el camino parece detenerse en las encrucijadas y reanudando la marcha como la reanuda cada poema desde el anterior. Un solo y único poema nace de todos ellos, el último ilumina el primero como el primero contiene el último, y cada uno es un paso en la continuidad de la ruta. Dejarse llevar por ella es ir ganando a cada página esa visión total que de pronto cristaliza transparentemente las etapas previas y la meta final. Pero de nada valdrá seguir la senda si no empezamos por quitarnos las telarañas de la costumbre, las obstinadas categorías de la convención. Aquí se ha hecho palabra la realidad más concreta de estos últimos años argentinos, y sin embargo esa realidad escapará a quienes apliquen a la lectura los códigos de la escritura política o los de la usual poesía combatiente, e incluso a quienes aceptan masivamente los criterios de la escritura corriente. Sólo leyendo abierto, dejando que el sentido entre por otras puertas que las de la armazón sintáctica o las manoseadas imágenes, metáforas o figuras más o menos arduas pero ya asimiladas a la tradición poética, sólo así se accederá a la realidad del poema, que es exacta y literalmente la realidad del horror, la muerte y también la esperanza en la Argentina de nuestros días. A todos nos sucederá lo mismo, la sorpresa ante las continuas transgresiones que se suceden a lo largo del camino, pero sólo quienes la asuman y de alguna manera las continúen merecerán un libro que quisiera contenerlos, contenernos a todos.

Ya sé que no es facíl. Quizás nos hemos habituado demasiado a que la poesía combatiente diga sin rodeos todo lo que tiene que decir, y que aunque lo diga bellamente, su ritmo sea el tradicional y sus palabras organicen dramática y líricamente la transmisión de un mensaje muchas veces superficial. Quizás estamos hoy confundiendo facilidad con eficacia, y no faltan quienes conviertan esto en una condición imperativa de la poesía de combate. Sí, no es fácil entrar desde la primera línea en un discurso que va de tal manera contra la corriente que incluso pisotea sin lástima las reglas más ahincadas de nuestra seguridad mental, de nuestras grillas prosódicas, de nuestra aceptación pasiva de las funciones gramaticales. Cuando Juan convierte el sustantivo dictadura en un verbo, la primera reacción en la lectura rápida es de sorpresa y casi de escándalo, se mira el verso como si estuviera afeado por una errata de imprenta, y de pronto se da el salto (cuando se lo da, que es lo que espero) y se descubre la riqueza de esa matáfora tan profundamente ligada con nuestra realidad en la que todo está dictaturado, en la que la noción de durar se vuelve insoportablemente manifiesta, en la que seguirán dictadurándonos mientras no aprendamos y apliquemos el infinito contralenguaje de la palabra y de la revolución. Y esto no es más que una instancia en la continua negación de lo aceptado y lo aceptable que da a la poesía de Juan Gelman su máxima capacidad de transmisión. Ahí donde lo masculino se vuelve femenino y viceversa para pisotear los cánones del pensamiento estereotipado, ahí donde sin vacilar se vuelven activas y operantes tantas palabras que manejamos pasivamente, el poema cesa de ser comunicación para volverse contacto, Juan y su lector cesan de estar solos y recorrer separadamente ese camino que busca llevarnos hacia nosostros mismos.

Hombre al que le han segado la familia, que ha visto morir o desaparecer los amigos más queridos, nadie ha podido matar en él la voluntad de subtender esa suma de horror como un contragolpe afirmativo, creador de nueva vida. Acaso lo más admirable en su poesía es su casi impensable ternura allí donde más se justificaría el paroxismo del rechazo y la denuncia, su invocación de tantas sombras desde una voz que sosiega y arrulla, una permanente caricia de palabras sobre tumbas ignotas. Cada diminutivo, cada nombre dicho como quien acuna o tranquiliza, hinca todavía más hondo la irrestañable denuncia de esas innúmeras muertes que tantos de nosotros llevamos como el albatros a todo cuello y sin saber volverlas del lado de la luz. También yo quise a Paco, a Rodolfo, a Haroldo, a tantos más, y sólo supe llorarlos; con Juan, por Juan, me acerco ahora a ellos de otro modo, el que ellos hubieran preferido.

Por eso tampoco debería desconcertar que aquí se sucedan interminablemente las interrogaciones frente al gran silencio en que se han sumido esas voces queridas. Juan pregunta, una pregunta sigue a la otra, hay poemas que son solamente preguntas. Siento que ahí, por encima del amor y la rebeldía que no se resignan al silencio, hay también una razón de ser que nos abarca a todos los que hoy empezamos tambien a interrogarnos sobre el destino que nos ha cercado, diezmado y dispersado en estos años. Cuando Juan pregunta se diría que nos está incitando a volvernos más lúcidamente hacia el pasado para después ser más lúcidos frente al futuro. No hemos sabido hacer las preguntas a tiempo, ésas que desnudan, que violan, que rasgan de arriba abajo las telas del conformismo y de la buena conciencia. No hemos sabido mirarnos en el espejo de nuestra verdadera realidad argentina; y si algo nos traen hoy los poemas de Juan Gelman es una actitud, una manera a la vez reflexiva instintiva de buscar lo que de veras somos sin las simplificaciones a veces suicidas que nos han arrojado tan lejos de lo nuestro.Esta actitud no necesita de gritos, de proclamas ni de denuestos; la fuerza más extrema de la palabra de Juan nace de haber dejado atrás la superficie del dolor y de la cólera para ahondar en sus raíces, en esa zona vital y mental desde donde la reflexión y la acción pueden recomenzar con una eficacia que tantas veces les faltó en medio del ruido y del furor. Volver positividad a la abominable suma del oprobio y de la desgracia: sí, todavía hay alquimias posibles cuando se posee el lugar y la formula como lo poseen hoy los poemas de Juan.

lunes, 13 de junio de 2011

Abelardo Castillo

Lo mejor que se ha dicho sobre el cuento es lo que Edgar Poe escribió en su ensayo sobre Nathaniel Hawthorne. No pienso facilitarte las cosas reproduciéndolo. Tendrás que encontrarlo solo. Un escritor es un buscador de tesoros. Los descubre o no. Esa es la única diferencia entre la biblioteca de un escritor y el mueble del mismo nombre de las personas llamadas cultas.

No intentes ser original ni llamar la atención. Para conseguir eso no hace falta escribir cuentos o novelas, basta con salir desnudo a la calle.

Cuidado con las computadoras. Todo se ve tan prolijo que parece bien escrito.

Si la palabra mercado te hace pensar “persa”, quizá no seas muy original pero todavía estás a tiempo. Si la palabra mercado te hace pensar en la venta de tu libro, no insistas con la literatura.

No te dejes impresionar porque hayan existido Dante, Cervantes o Shakespeare. Todo ocurre siempre por primera vez; también tu libro.

No defiendas tu libro argumentando que los críticos son escritores frustrados. Lo verdaderamente peligroso de un crítico es que sea un crítico frustrado.

Tal vez seas envidioso, rencoroso, un poco estúpido, avaro, mal amigo. No te preocupes. Un buen libro siempre es mejor que la persona que lo escribe.

Un albañil puede habitar la casa que construye, decía más o menos Sartre, un sastre usar el traje que ha hecho: un escritor no puede ser lector de su propio libro. Un libro es lo que los lectores ponen en él. Ningún escritor puede agregar un sentido nuevo a sus propias palabras. Si puede hacerlo, debería escribir el libro otra vez.

Ser escritor. Mínimas.

sábado, 30 de abril de 2011

Un abrazo Ernesto!

Creo que no hay mejor forma de homenajearlo que leerlo. En estos momentos en que vamos a estar inundados de palabras, todas necesarias claro que si, me parece mejor quedarme callado y saborear un poco sus palabras.


Esta entrevista se hizo en el excelente programa "A fondo" que emitía la televisión española allá por los años 76 - 77, años terribles para la Argentina. Va aquí una parte. Vale la pena verlo y asomarse a ver los gestos de un grande que nunca perdió su humildad.


domingo, 26 de diciembre de 2010

Un poema de Fernando Pessoa

Navidad

Un Dios ha nacido. Otros mueren. La Verdad
no vino ni se fué: cambió el Error.
Tenemos ahora otra Eternidad,
Y era siempre mejor la que pasó

Ciega, la ciencia trabaja en el inútil suelo
Loca, la Fé vive el sueño de su culto.
Un nuevo Dios es sólo una palabra
No busques ni tampoco creas: todo está oculto.

Natal

Nasce um deus. Outros morrem. A Verdade
Nem veio nem se foi: o Erro mudou.
Temos agora uma outra Eternidade,
E era sempre melhor o que passou.

Cega, a Ciência a inútil gleba lavra.
Louca, a Fé vive o sonho do seu culto.
Um novo deus é só uma palavra.
Não procures nem creias: tudo é oculto.

lunes, 28 de junio de 2010

Witold Gombrowicz

Nada en el arte, ni siquiera los más inspirados misterios de la música, puede igualar al sueño. La perfección artística del sueño! Cuántas lecciones nos ofrece este maestro nocturno a los diurnos fabricantes de sueños, los artistas. En el sueño todo está preñado de terribles e impenetrables significaciones, nada es indiferente, todo nos toca más profunda, más íntimamente que la más encendida de las pasiones diurnas... ahí la lección por la que el artista no puede limitarse al día, tiene que penetrar a la vida nocturna de la humanidad y buscar sus mitos, sus símbolos.

También: el sueño destruye la realidad cotidiana del día, extrae de ella ciertos trozos, extraños fragmentos y los dispone absurdamente en un dibujo arbitrario... pero para nosotros ese sin sentido es precisamente el sentido más profundo, preguntamos en nombre de qué se nos destruyó el sentido normal; contemplamos el absurdo como si fuera un jeroglífico e intentamos descifrar su razón, que sabemos existe...El arte puede entonces también, y debe, destruir la realidad, descomponerla en elementos, construir con ella nuevos absurdos...en esa arbitrariedad se oculta una ley, el asalto a la razón tiene una razón; la locura, al destruirnos la razón exterior, nos introduce en nuestra razón interior.

Witold gombrowicz - Diario argentino

miércoles, 17 de febrero de 2010

Algunos textos de Julio

Por muchas razones, no soy muy amante de los recordatorios y/o ceremonias que motivan una determinada fecha. Al menos me pasa eso con la gente cercana, o que considero cercana en el afecto, en la sensibilidad o en cierta mirada común. La memoria, en mi caso, es algo a veces cotidiano, a veces ocasional y a veces, muchas veces, suele tener una cierta modalidad sorpresiva, por lo general en los momentos menos esperados.

Por eso no publiqué nada hace unos días cuando se cumplía un nuevo aniversario de la partida de Julio Cortázar. Se me pasó. Me distraje hablando de cotorritas, mirá vos. Pero aquí va. Que mejor homenaje que leer y releer algunos de aquellos textos que tantos nos marcaron o con los que tanto nos identificamos. No sé porqué uso el plural. Quizás porque intuyo que a vos te pasa lo mismo. Ya me contarás.

Seleccioné aquí algunos, muy pocos, nada más. Los temas son los de siempre: el absurdo, la poesía, el amor, el compromiso. ¿Que cronopio no se ve reflejado en ellos? Al final está la carta llamada "Situación del Intelectual Latinoamericano". Si, ya sé. Es un poco larga. Pero no te vayas, no hagas clicks intempestivos y abandónicos. A pesar de estar escrita en 1967 vale la pena volver a leerla y muy especialmente hoy, que hay tantos pregoneros fanáticos de la globalización, al igual que de un localismo ingenuo y a veces igual de fanático. Julio la tenía muy clara en esa época, incluso antes de la Revolución Nicaraguense de 1979, que fue otro de sus grandes amores.

¿Nos cronopizamos un rato?

Lucas, sus desconciertos
Allá por el año del gofio Lucas iba mucho a los conciertos y dale con Chopin, Zoltan Kodaly, Pucciverdi y para qué te cuento Brahms y Beethoven y hasta Ottorino Respighi en las épocas flojas.

Ahora no va nunca y se las arregla con los discos y la radio o silbando recuerdos, Menuhin y Friedrich Guida y Marian Anderson, cosas un poco paleolíticas en estos tiempos acelerados, pero la verdad es que en los conciertos le iba de mal en peor hasta que hubo un acuerdo de caballeros entre Lucas que dejó de ir y los acomodadores y parte del público que dejaron de sacarlo a
patadas. ¿A qué se debía tan espasmódica discordancia? Si le preguntas, Lucas se acuerda de algunas cosas, por ejemplo la noche en el Colón cuando un pianista a la hora de los bises se lanzó con las manos armadas de Khatchaturian contra un teclado por completo indefenso, ocasión aprovechada por el público para concederse una crisis de histeria cuya magnitud correspondía exactamente al estruendo alcanzado por el artista en los paroxismos finales, y ahí lo tenemos a
Lucas buscando alguna cosa por el suelo entre las plateas y manoteando para todos lados.

—¿Se le perdió algo, señor? —inquirió la señora entre cuyos tobillos proliferaban los dedos de Lucas.
—La música, señora —dijo Lucas, apenas un segundo antes de que el senador Poliyatti le zampara la primera patada en el culo.

Hubo asimismo la velada de Heder en que una dama aprovechaba delicadamente los pianissimos de Lotte Lehman para emitir una tos digna de las bocinas de un templo tibetano, razón por la cual en algún momento se oyó la voz de Lucas diciendo: «Si las vacas tosieran, toserían como esa señora», diagnóstico que determinó la intervención patriótica del doctor Chucho Beláustegui y el
arrastre de Lucas con la cara pegada al suelo hasta su liberación final en el cordón de la vereda de la calle Libertad.

Es difícil tomarle gusto a los conciertos cuando pasan cosas así, se está mejor at home.

Amor 77
Y después de hacer todo lo que hacen, se levantan, se bañan, se entalcan, se perfuman, se peinan, se visten, y así progresivamente van volviendo a ser lo que no son.

Toco tu boca
Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano por tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja.

Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y nuestros ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio.

Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura.

Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella.

Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mi como una luna en el agua.

Situación del Intelectual Latinoamericano
Saignon (Vaucluse). 10 de mayo de 1967
A Roberto Fernández Retamar en La Habana

Mi querido Roberto: Te debo una carta, y unas páginas para el número de la Revista que tratará de la situación del intelectual latinoamericano contemporáneo. Por lo que verás a renglón casi seguido, me resulta más sencillo unir ambas cosas; hablando contigo, aunque sólo sea desde un papel por encima del mar, me parece que alcanzaré a decir mejor algunas cosas que se me almidonarían si les diera el tono del ensayo, y tú ya sabes que el almidón y yo no hacemos buenas camisas. Digamos entonces que una vez más estamos viajando en auto rumbo a Trinidad y que después de habernos apoderado con gran astucia de los dos mejores asientos, con probable cólera de Mario, Ernesto y Fernando apiñados en el fondo, reanudamos aquella conversación que me valió pasar tres maravillosos días en enero último, y que de alguna manera no se interrumpirá jamás entre tú y yo.

Prefiero este tono porque palabras como “intelectual” y “latinoamericano” me hacen levantar instintivamente la guardia, y si además aparecen juntas me suenan en seguida a disertación del tipo de las que terminan casi siempre encuadernadas (iba a decir enterradas) en pasta española. Súmale a eso que llevo dieciséis años fuera de Latinoamérica, y que me considero sobre todo como un cronopio que escribe cuentos y novelas sin otro fin que el perseguido ardorosamente por todos los cronopios, es decir su regocijo personal. Tengo que hacer un gran esfuerzo para comprender que a pesar de esas peculiaridades soy un intelectual latinoamericano; y me apresuro a decirte que si hasta hace pocos años esa clasificación despertaba en mí el reflejo muscular consistente en elevar los hombros hasta tocarme las orejas creo que los hechos cotidianos de esta realidad que nos agobia (¿realidad esta pesadilla irreal, esta danza de idiotas al borde del abismo?) obligan a suspender los juegos, y sobre todo los juegos de palabras. Acepto, entonces, considerarme un intelectual latinoamericano, pero mantengo una reserva: no es por serlo que diré lo que quiero decirte aquí. Si las circunstancias me sitúan en ese contexto y dentro de él debo hablar, prefiero que se entienda claramente que lo hago como un ente moral, digamos lisa y llanamente como un hombre de buena fe, sin que mi nacionalidad y mi vocación sean las razones determinantes de mis palabras. El que mis libros estén presentes desde hace años en Latinoamérica no invalida el hecho deliberado e irreversible de que me marché de la Argentina en 1951 y que sigo residiendo en un país europeo que elegí sin otro motivo que mi soberana voluntad de vivir y escribir en la forma que me parecía más plena y satisfactoria. Hechos concretos me han movido en los últimos cinco años a reanudar un contacto personal con Latinoamérica, y ese contacto se ha hecho por Cuba y desde Cuba; pero la importancia que tiene para mí ese contacto no se deriva de mi condición de intelectual latinoamericano; al contrario, me apresuro a decirte que nace de una perspectiva mucho más europea que latinoamericana, y más ética que intelectual. Si lo que sigue ha de tener algún valor, debe nacer de una total franqueza, y empiezo por señalarlo a los nacionalistas de escarapela y banderita que directa o indirectamente me han reprochado muchas veces mi “alejamiento” de mi patria o, en todo caso, mi negativa a reintegrarme físicamente a ella.

En última instancia, tú y yo sabemos de sobra que el problema del intelectual contemporáneo es uno solo, el de la paz fundada en la justicia social, y que las pertenencias nacionales de cada uno sólo subdividen la cuestión sin quitarle su carácter básico. Pero es aquí donde un escritor alejado de su país se sitúa forzosamente en una perspectiva diferente. Al margen de la circunstancia local, sin la inevitable dialéctica del challenge and response cotidianos que representan los problemas políticos, económicos o sociales del país, y que exigen el compromiso inmediato de todo intelectual consciente, su sentimiento del proceso humano se vuelve por decirlo así más planetario, opera por conjuntos y por síntesis, y si pierde la fuerza concentrada en un contexto inmediato, alcanza en cambio una lucidez a veces insoportable pero siempre esclarecedora. Es obvio que desde el punto de vista de la mera información mundial, da casi lo mismo estar en Buenos Aires que en Washington o en Roma, vivir en el propio país o fuera de él. Pero aquí no se trata de información sino de visión. Como revolucionario cubano, sabes de sobra hasta qué punto los imperativos locales, los problemas cotidianos de tu país, forman por así decirlo un primer círculo vital en el que debes obrar e incidir como escritor, y que ese primer círculo en el que se juega tu vida y tu destino personal a la par de la vida y el destino de tu pueblo, es a la vez contacto y barrera con el resto del mundo, contacto porque tu batalla es la de la humanidad, barrera porque en la batalla no es fácil atender a otra cosa que a la línea de fuego.

No se me escapa que hay escritores con plena responsabilidad de su misión nacional que bregan a la vez por algo que la rebasa y la universaliza; pero bastante más frecuente es el caso de los intelectuales que, sometidos a ese condicionamiento circunstancial, actúan por así decirlo desde fuera hacia adentro, partiendo de ideales y principios universales para circunscribirlos a un país, a un idioma, a una manera de ser. Desde luego no creo en los universalismos diluidos y teóricos, en las “ciudadanías del mundo” entendidas como un medio para evadir las responsabilidades inmediatas y concretas “Vietnam, Cuba, toda Latinoamérica” en nombre de un universalismo más cómodo por menos peligroso; sin embargo, mi propia situación personal me inclina a participar en lo que nos ocurre a todos, a escuchar las voces que entran por cualquier cuadrante de la rosa de los vientos. A veces me he preguntado qué hubiera sido de mi obra de haberme quedado en la Argentina; sé que hubiera seguido escribiendo porque no sirvo para otra cosa, pero a juzgar por lo que llevaba hecho hasta el momento de marcharme de mi país, me inclino a suponer que habría seguido la concurrida vía del escapismo intelectual, que era la mía hasta entonces y sigue siendo la de muchísimos intelectuales argentinos de mi generación y mis gustos. Si tuviera que enumerar las causas por las que me alegro de haber salido de mi país (y quede bien claro que hablo por mí solamente, y de manera a título de parangón) creo que la principal sería el haber seguido desde Europa, con una visión des-nacionalizada, la revolución cubana. Para afirmarme en esta convicción me basta, de cuando en cuando, hablar con amigos argentinos que pasan por París con la más triste ignorancia de lo que verdaderamente ocurre en Cuba; me basta hojear los periódicos que leen veinte millones de compatriotas; me basta y me sobra sentirme a cubierto de la influencia que ejerce la información norteamericana en mi país y de la que no se salvan, incluso creyéndolo sinceramente, infinidad de escritores y artistas argentinos de mi generación que comulgan todos los días con las ruedas de molino subliminales de la United Press y las revistas “democráticas” que marchan al compás de Time o de Life.

Aquí ya puedo hablar en primera persona, puesto que de eso se trata en los testimonios que nos has pedido. Lo primero que diré es una paradoja que puede tener su valor si se la mide a la luz de los párrafos anteriores en que he tratado de situarme y situarte mejor ¿No te parece en verdad paradójico que un argentino casi enteramente volcado hacia Europa en su juventud, al punto de quemar las naves y venirse a Francia, sin una idea precisa de su destino, haya descubierto aquí, después de una década, su verdadera condición de latinoamericano? Pero esta paradoja abre una cuestión más honda: la de si no era necesario situarse en la perspectiva más universal del viejo mundo, desde donde todo parece poder abarcarse con una especie de ubicuidad mental, para ir descubriendo poco a poco las verdaderas raíces de lo latinoamericano sin perder por eso la visión global de la historia y del hombre. La edad, la madurez, influyen desde luego, pero no bastan para explicar ese proceso de reconciliación y recuperación de valores originales; insisto en creer (y en hablar por mí mismo y sólo por mí mismo) que, si me hubiera quedado en la Argentina, mi madurez de escritor se hubiera traducido de otra manera, probablemente más perfecta y satisfactoria para los historiadores de la literatura, pero ciertamente menos incitadora, provocadora y en última instancia fraternal para aquellos que leen mis libros por razones vitales y no con vistas a la ficha bibliográfica o la clasificación estética. Aquí quiero agregar que de ninguna manera me creo un ejemplo de esa “vuelta a los orígenes” –telúricos, nacionales, lo que quieras– que ilustra precisamente una importante corriente de la literatura latinoamericana, digamos Los pasos perdidos y, más circunscritamente, Doña Bárbara. El telurismo como lo entiende entre ustedes un Samuel Feijóo, por ejemplo, me es profundamente ajeno por estrecho, parroquial y hasta diría aldeano; puedo comprenderlo y admirarlo en quienes no alcanzan, por razones múltiples, una visión totalizadora de la cultura y de la historia, y concentran todo su talento en una labor “de zona“, pero me parece un preámbulo a los peores avances del nacionalismo negativo cuando se convierte en el credo de escritores que, casi siempre por falencias culturales, se obstinan en exaltar los valores del terruño contra los valores a secas, el país contra el mundo, la raza (porque en eso se acaba) contra las demás razas. ¿Podrías tú imaginarte a un hombre de la latitud de un Alejo Carpentier convirtiendo la tesis de su novela citada en una inflexible bandera de combate? Desde luego que no, pero los hay que lo hacen, así como hay circunstancias de la vida de los pueblos en que ese sentimiento del retorno, ese arquetipo casi junguiano del hijo pródigo, de Odiseo al final de periplo, puede derivar a una exaltación tal de lo propio que, por contragolpe lógico, la vía del desprecio más insensato se abra hacia todo lo demás. Y entonces ya sabemos lo que pasa, lo que pasó hasta 1945, lo que puede volver a pasar.

Quedamos, entonces, para volver a mí que soy desganadamente el tema de estas páginas, que la paradoja de redescubrir a distancia lo latinoamericano entraña un proceso de orden muy diferente a una arrepentida y sentimental vuelta al pago. No solamente no he vuelto al pago sino que Francia, que es mi casa, me sigue pareciendo el lugar de elección para un temperamento como el mío, para mis gustos y, espero, para lo que pienso todavía escribir antes de dedicarme a la vejez, tarea complicada y absorbente como es sabido. Cuando digo que aquí me fue dado descubrir mi condición de latinoamericano, indico tan sólo una de las consecuencias de una evolución más compleja y abierta. Ésta no es una autobiografía, y por eso resumiré esa evolución en el mero apunte de sus etapas. De la Argentina se alejó un escritor para quien la realidad, como lo imaginaba Mallarmé, debía culminar en un libro; en París nació un hombre para quien los libros deberán culminar en la realidad. Ese proceso comportó muchas batallas, derrotas, traiciones y logros parciales. Empecé por tener conciencia de mi prójimo, en un plano sentimental y por decirlo así antropológico; un día desperté en Francia a la evidencia abominable de la guerra de Argelia, yo que de muchacho había seguido la guerra de España y más tarde la guerra mundial como una cuestión en la que lo fundamental eran principios e ideas en lucha. En 1957 empecé a tomar conciencia de lo que pasaba en Cuba (antes había noticias periodísticas de cuando en cuando, vaga noción de una dictadura sangrienta como tantas otras, ninguna participación afectiva a pesar de la adhesión en el plano de los principios). El triunfo de la revolución cubana, los primeros años del gobierno, no fueron ya una mera satisfacción histórica o política; de pronto sentí otra cosa, una encarnación de la causa del hombre como por fin había llegado a concebirla y desearla. Comprendí que el socialismo, que hasta entonces me había parecido una corriente histórica aceptable e incluso necesaria, era la única corriente de los tiempos modernos que se basaba en el hecho humano esencial, en el ethos tan elemental como ignorado por las sociedades en que me tocaba vivir, en el simple, inconcebiblemente difícil y simple principio de que la humanidad empezará verdaderamente a merecer su nombre el día en que haya cesado la explotación del hombre por el hombre. Más allá no era capaz de ir, porque, como te lo he dicho y probado tantas veces, lo ignoro todo de la filosofía política, y no llegué a sentirme un escritor de izquierda a consecuencia de un proceso intelectual sino por el mismo mecanismo que me hace escribir como escribo o vivir como vivo, un estado en el que la intuición, la participación al modo mágico en el ritmo de los hombres y las cosas, decide mi camino sin dar ni pedir explicaciones. Con una simplificación demasiado maniquea puedo decir que así como tropiezo todos los días con hombres que conocen a fondo la filosofía marxista y actúan sin embargo con una conciencia reaccionaria en el plano personal, a mí me sucede estar empapado por el peso de toda una vida en la filosofía burguesa, y sin embargo me interno cada vez más por las vías del socialismo. Y no es fácil, y ésa es precisamente misituación actual por la que se pregunta en esta encuesta. Un texto mío que publicaste hace poco en la revista “Casilla del camaleón” puede mostrar una parte de ese conflicto permanente de un poeta con el mundo, de un escritor con su trabajo.

Pero para hablar de mi situación como escritor que ha decidido asumir una tarea que considera indispensable en el mundo que lo rodea, tengo que completar la síntesis de ese camino que llegó a su fin con mi nueva conciencia de la revolución cubana. Cuando fui invitado por primera vez a visitar tu país, acababa de leer Cuba, isla profética, de Waldo Frank, que resonó extrañamente en mí, despertándome a una nostalgia, a un sentimiento de carencia, a un no estar verdaderamente en el mundo de mi tiempo aunque en esos años mi mundo parisiense fuera tan pleno y exaltante como lo había deseado siempre y lo había conseguido después de más de una década de vida en Francia. El contacto personal con las realizaciones de la revolución, la amistad y el diálogo con escritores y artistas, lo positivo y lo negativo que vi y compartí en ese primer viaje actuaron doblemente en mí; por un lado tocaba otra vez la realidad latinoamericana de la que tan alejado me había sentido en el terreno personal, y por otro lado asistía cotidianamente a la dura y a veces desesperada tarea de edificar el socialismo en un país tan poco preparado en muchos aspectos y tan abierto a los riesgos más inminentes. Pero entonces sentí que esa doble experiencia no era doble en el fondo, y ese brusco descubrimiento me deslumbró. Sin razonarlo, sin análisis previo, viví de pronto el sentimiento maravilloso de que mi camino ideológico coincidiera con mi retorno latinoamericano; de que esa revolución, la primera revolución socialista que me era dado seguir de cerca, fuera una revolución latinoamericana. Guardo la esperanza de que en mi segunda visita a Cuba, tres años más tarde, te haya mostrado que ese deslumbramiento y esa alegría no se quedaron en mero goce personal. Ahora me sentía situado en un punto donde convergían y se conciliaban mi convicción en un futuro socialista de la humanidad y mi regreso individual y sentimental a una Latinoamérica de la que me había marchado sin mirar hacia atrás muchos años antes.

Cuando regresé a Francia luego de esos dos viajes, comprendí mejor dos cosas. Por una parte, mi hasta entonces vago compromiso personal e intelectual con la lucha por el socialismo entraría, como ha entrado, en un terreno de definiciones concretas, de colaboración personal allí donde pudiera ser útil. Por otra parte, mi trabajo de escritor continuaría el rumbo que le marca mi manera de ser, y aunque en algún momento pudiera reflejar ese compromiso (como algún cuento que conoces y que ocurre en tu tierra) lo haría por las mismas razones de libertad estética que ahora me están llevando a escribir una novela que ocurre prácticamente fuera del tiempo y del espacio histórico. A riesgo de decepcionar a los catequistas y a los propugnadores del arte al servicio de las masas, sigo siendo ese cronopio que, como lo decía al comienzo, escribe para su regocijo o su sufrimiento personal, sin la menor concesión, sin obligaciones “latinoamericanas” o “socialistas” entendidas comoa prioris pragmáticos. Y es aquí donde lo que traté de explicar al principio encuentra, creo, su justificación más profunda. Sé de sobra que vivir en Europa y escribir “argentino” escandaliza a los que exigen una especie de asistencia obligatoria a clase por parte del escritor. Una vez que para mi considerable estupefacción un jurado insensato me otorgó un premio en Buenos Aires, supe que alguna célebre novelista de esos pagos había dicho con patriótica indignación que los premios argentinos deberían darse solamente a los residentes en el país. Esta anécdota sintetiza en su considerable estupidez una actitud que alcanza a expresarse de muchas maneras pero que tiende siempre al mismo fin; incluso en Cuba, donde poco podría importar si habito en Francia o en Islandia, no han faltado los que se inquietan amistosamente por ese supuesto exilio. Como la falsa modestia no es mi fuerte, me asombra que a veces no se advierta hasta qué punto el eco que han podido despertar mis libros en Latinoamérica se deriva de que proponen una literatura cuya raíz nacional y regional está como potenciada por una experiencia más abierta y más compleja, y en la que cada evocación o recreación de lo originalmente mío alcanza su extrema tensión gracias a esa apertura sobre y desde un mundo que lo rebasa y en último extremo lo elige y lo perfecciona. Lo que entre ustedes ha hecho un Lezama Lima, es decir, asimilar y cubanizar por vía exclusivamente libresca y de síntesis mágico-poética los elementos más heterogéneos de una cultura que abarca desde Parménides hasta Serge Diaghilev, me ocurre a mí hacerlo a través de experiencias tangibles, de contactos directos con una realidad que no tiene nada que ver con la información o la erudición pero que es su equivalente vital, la sangre misma de Europa. Y si de Lezama puede afirmarse, como acaba de hacerlo Vargas Llosa en un bello ensayo aparecido en la revista Amaru, que su cubanidad se afirma soberana por esa asimilación de lo extranjero a los jugos y a la voz de su tierra, yo siento que también la argentinidad de mi obra ha ganado en vez de perder por esa ósmosis espiritual en la que el escritor no renuncia a nada, no traiciona nada sino que sitúa su visión en un plano desde donde sus valores originales se insertan en una trama infinitamente más amplia y más rica y por eso mismo –como de sobra lo sé yo aunque otros lo nieguen– ganan a su vez en amplitud y riqueza, se recobran en lo que pueden tener de más hondo y de más valedero.

Por todo esto, comprenderás que mi “situación” no solamente no me preocupa en el plano personal sino que estoy dispuesto a seguir siendo un escritor latinoamericano en Francia. A salvo por el momento de toda coacción, de la censura o la autocensura que traban la expresión de los que viven en medios políticamente hostiles o condicionados por circunstancias de urgencia, mi problema sigue siendo, como debiste sentirlo al leer Rayuela, un problema metafísico, un desgarramiento continuo entre el monstruoso error de ser lo que somos como individuos y como pueblos en este siglo, y la entrevisión de un futuro en el que la sociedad humana culminaría por fin en ese arquetipo del que el socialismo da una visión práctica y la poesía una visión espiritual. Desde el momento en que tomé conciencia del hecho humano esencial, esa búsqueda representa mi compromiso y mi deber. Pero ya no creo, como pude cómodamente creerlo en otro tiempo, que la literatura de mera creación imaginativa baste para sentir que me he cumplido como escritor, puesto que mi noción de esa literatura ha cambiado y contiene en sí el conflicto entre la realización individual como la entendía el humanismo, y la realización colectiva como la entiende el socialismo, conflicto que alcanza su expresión quizá más desgarradora en el Marat-Sade de Peter Weiss. Jamás escribiré expresamente para nadie, minorías o mayorías, y la repercusión que tengan mis libros será siempre un fenómeno accesorio y ajeno a mi tarea; y sin embargo hoy sé que escribo para, que hay una intencionalidad que apunta a esa esperanza de un lector en el que reside ya la semilla del hombre futuro. No puedo ser indiferente al hecho de que mis libros hayan encontrado en los jóvenes latinoamericanos un eco vital, una confirmación de latencias, de vislumbres, de aperturas hacia el misterio y la extrañeza y la gran hermosura de la vida. Sé de escritores que me superan en muchos terrenos y cuyos libros, sin embargo, no entablan con los hombres de nuestras tierras el combate fraternal que libran los míos. La razón es simple, porque si alguna vez se pudo ser un gran escritor sin sentirse partícipe del destino histórico inmediato del hombre, en este momento no se puede escribir sin esa participación que es responsabilidad y obligación, y sólo las obras que la trasunten, aunque sean de pura imaginación, aunque inventen la infinita gama lúdica de que es capaz el poeta y el novelista, aunque jamás apunten directamente a esa participación, sólo ellas contendrán de alguna indecible manera ese temblor, esa presencia, esa atmósfera que las hace reconocibles y entrañables, que despierta en el lector un sentimiento de contacto y cercanía.

Si esto no es aún suficientemente claro, déjame completarlo con un ejemplo. Hace veinte años veía yo en un Paul Valéry el más alto exponente de la literatura occidental. Hoy continúo admirando al gran poeta y ensayista, pero ya no representa para mí ese ideal. No puede representarlo quien, a lo largo de toda una vida consagrada a la meditación y a la creación, ignoró soberanamente (y no sólo en sus escritos) los dramas de la condición humana que en esos mismos años se abrían paso en la obra epónima de un André Malraux y, desgarrada y contradictoriamente pero de una manera admirable precisamente por ese desgarramiento y esas contradicciones, en un André Gide. Insisto en que a ningún escritor le exijo que se haga tribuno de la lucha que en tantos frentes se está librando contra el imperialismo en todas sus formas, pero sí que sea testigo de su tiempo como lo querían Martínez Estrada y Camus, y que su obra o su vida (¿pero cómo separarlas?) den ese testimonio en la forma que les sea propia. Ya no es posible respetar como se respetó en otros tiempos al escritor que se refugiaba en una libertad mal entendida para dar la espalda a su propio signo humano, a su pobre y maravillosa condición de hombre entre hombres, de privilegiado entre desposeídos y martirizados.

Para mí, Roberto, y con esto terminaré, nada de eso es fácil. El lento, absorbente, infinito y egoísta comercio con la belleza y la cultura, la vida en un continente donde unas pocas horas me ponen frente a los frescos de Giotto o los Velázquez del Prado, en la curva del Rialto del Gran Canal o en esas salas londinenses donde se diría que las pinturas de Turner vuelven a inventar la luz, la tentación cotidiana de volver como en otros tiempos a una entrega total y fervorosa a los problemas estéticos e intelectuales, a la filosofía abstracta, a los altos juegos del pensamiento y de la imaginación, a la creación sin otro fin que el placer de la inteligencia y de la sensibilidad, libran en mí una interminable batalla con el sentimiento de que nada de todo eso se justifica éticamente si al mismo tiempo no se está abierto a los problemas vitales de los pueblos, si no se asume decididamente la condición de intelectual del tercer mundo en la medida en que todo intelectual, hoy en día, pertenece potencial o efectivamente al tercer mundo puesto que su sola vocación es un peligro, una amenaza, un escándalo para los que apoyan lenta pero seguramente el dedo en el gatillo de la bomba. Ayer, en Le Monde, un cable de la UPI transcribía declaraciones de Robert McNamara. Textualmente, el secretario norteamericano de la defensa (¿de qué defensa?) dice esto: “Estimamos que la explosión de un número relativamente pequeño de ojivas nucleares en cincuenta centros urbanos de China destruiría la mitad de la población urbana (más de cincuenta millones de personas) y más de la mitad de la población industrial. Además, el ataque exterminaría a un gran número de personas que ocupan puestos clave en el gobierno, en la esfera técnica y en la dirección de las fábricas, así como una gran proporción de obreros especializados.” Cito ese párrafo porque pienso que, después de leerlo, un escritor digno de tal nombre no puede volver a sus libros como si no hubiera pasado nada, no puede seguir escribiendo con el confortable sentimiento de que su misión se cumple en el mero ejercicio de una vocación de novelista, de poeta o de dramaturgo. Cuando leo un párrafo semejante, sé cuál de los dos elementos de mi naturaleza ha ganado la batalla. Incapaz de acción política, no renuncio a mi solitaria vocación de cultura, a mi empecinada búsqueda ontológica, a los juegos de la imaginación en sus planos más vertiginosos; pero todo eso no gira ya en sí mismo y por sí mismo, no tiene ya nada que ver con el cómodo humanismo de los mandarines de occidente. En lo más gratuito que pueda yo escribir asomará siempre una voluntad de contacto con el presente histórico del hombre, una participación en su larga marcha hacia lo mejor de sí mismo como colectividad y humanidad. Estoy convencido de que sólo la obra de aquellos intelectuales que respondan a esa pulsión y a esa rebeldía se encarnará en las conciencias de los pueblos y justificará con su acción presente y futura este oficio de escribir para el que hemos nacido.

Un abrazo muy fuerte de tu
JULIO

viernes, 29 de mayo de 2009

Algo más de Sandor Márai

Hay ciertos elementos fatales en la vida de las personas que vuelven una y otra vez, como la música. Entre mi madre, Krisztina y tú, estaba la música como aglutinante. Probablemente la música os decía algo, algo imposible de expresar con palabras o con acciones, y probablemente os decíais algo con la música, y ese algo que la música expresaba para vosotros de manera absoluta, nosotros, los diferentes, mi padre y yo, no lo comprendíamos. Por eso nos sentíamos unos solitarios entre vosotros. A ti te hablaba la música y a Krisztina también, y así hablabais entre vosotros dos, incluso cuando entre Krisztina y yo ya se había extinguido toda clase de conversación.

Odio la música —dice con voz más elevada y ronca: la primera vez en toda la noche que sus palabras delatan una emoción—. Odio ese lenguaje armonioso, incomprensible para mí, que ciertas personas utilizan para charlar, para decirse cosas inefables que no responden a regla alguna, ni a ninguna ley: sí, a veces pienso que todo lo que se expresa a través de la música es maleducado e inmoral. Cómo se transforman los rostros cuando están escuchando música. Krisztina y tú no perseguíais la música, no recuerdo que tocarais juntos, a cuatro manos, y nunca tocaste nada para Krisztina al piano, por lo menos en mi presencia. Parece que el pudor y el tacto impidieron que Krisztina escuchara música junto a ti en mi presencia.

Y como la música no tiene ningún significado que se pueda expresar con palabras, probablemente tenga algún otro significado, más peligroso, puesto que puede hacer que las personas se comprendan, las que se pertenecen no sólo por sus gustos musicales, sino también por su estirpe y su destino. ¿No crees?

El último encuentro - Sándor Márai

sábado, 14 de febrero de 2009

Queremos tanto a Julio

Si, si...se que este título ya fue inventado y utilizado muchas veces. Pero lo adopto porque de alguna manera es lo que siento en estos días en que tanto se lo recuerda.

Yo lo recuerdo, creo que a diario. No sé porqué pero desde mi adolescencia, sentí una identificación muy fuerte con su escritura, con sus personajes, con ese distanciamiento que se produce en lo cotidiano para entrar a un mundo casi irreal y que está tan presente en sus cuentos y en sus novelas. También recuerdo muy bien como me pegó el día de su muerte, allá por el año 1982, así com también cuando tuve el privilegio de verlo y escucharlo hablar. Fue en 1978 en Madrid. Desde hacía tiempo que el venía denunciando las violaciones a los derechos humanos en la Argentina. No nos olvidemos que habá muchos que se resistían a creerlo y otros tantos que directamente lo ignoraban. En ese momento Julio se puso a hablar de las palabras, y se detuvo muy especialmente en el bastardeo o manoseo que se las somete de tanto utilizarlas, de tanto sacarlas fuera de su contexto. Y lo hacía refiriendose al lema "los argentinos sosmo derechos y humanos" que utilizaba la dictadura como nefasta propaganda (¿cual era el nombre del publicista?), para contrarrestar la "mala imagen" que le estaba dando gente como Cortazar, y muchos más, en el exterior. Lamentablemente no recuerdo mucho más de esa charla, era un poco chico.

Lo que si llevo en mi es su imagen, su grandeza -en todo sentido- y muchos de sus libros que son compañia inseparable, amigos entrñables con lo que cada tanto me reencuentro.

Aquí van tres videos que encontré. Son distintos momentos de una misma entrevista que le hizo la Radio Televisión de España en 1977. En uno habla de sus cronopios, en otro de "El libro de Manuel" y en el último de "Rayuela". Y se ve que el periodista es muy inteligente: no lo bombardea a preguntas y lo deja hablar.

Que los difrutes.







jueves, 18 de diciembre de 2008

Arturo Pérez Reverte

El pintor de batallas vació el vaso -demasiado coñac y demasiada conversación aquella noche- y dirigió una última mirada a los destellos lejanos del faro. El haz luminoso giraba horizontal, como el rastro de una bala trazadora en el horizonte. A menudo, mirando esa luz, Faulques recordaba una de sus antiguas fotografías: una panorámica nocturna, urbana, de Beirut durante la batalla de los hoteles, al comienzo de la guerra civil. Blanco y negro, siluetas oscuras de edificios recortadas sobre fogonazos de explosiones y líneas de trazadoras. Una de aquellas fotos donde la geometría de la guerra resultaba indiscutible.

Faulques la había tomado en los primeros tiempos de su carrera, consciente ya de que la fotografía moderna, a causa de su propia perfección técnica, era tan objetiva y exacta que a menudo resultaba falsa -las famosas fotos de Robert Capa en la playa Omaha debían su intensidad dramática a un error de laboratorio durante el proceso de revelado-. Por eso los fotógrafos, del mismo modo que los reporteros de televisión y los cineastas en las películas de acción, recurrían ahora a pequeños trucos para empañar la fiabilidad de la cámara, devolviéndole unas imperfecciones que ayudaran al ojo del observador a captar las cosas de otro modo: la misma distorsión focal que, en lenguaje pictórico, desfiguraba la minuciosa hierba de Giotto con las pinceladas gruesas de Matisse.

En realidad no era nada nuevo. Lo habían hecho Velázquez y Goya; y más tarde, ya sin complejos, los pintores modernos -todo el arte del siglo XX procedía de allí-, después de que lo figurativo llegase a su extremo absoluto y la fotografía se arrogase la reproducción fiel -útil para la observación científica, pero no siempre satisfactoria en términos artísticos- del riguroso instante.

Arturo Perez Reverte - El pintor de batallas

martes, 2 de diciembre de 2008

Paul Eluard

Yo me obstino en mezclar ficciones a las terribles realidades. Casas deshabitadas, os he poblado de mujeres excepcionales, ni gruesas ni flacas, ni rubias ni morenas, ni buenas ni locas, poco me importa, de mujeres lo más seductoras posibles por un detalle.

Objetos inútiles, incluso la idiotez que precedió a vuestra fabricación fue para mi una fuente de encantamientos. Seres indiferentes, os he escuchado con frecuencia, como se escucha el ruido de las olas y el ruido de las maquinas de un barco, esperando con delicia el mareo.

Me he acostumbrado a las imágenes menos habituales. Las he visto donde ellas no estaban. Las he mecanizado como el levantarme y el acostarme. Las plazas como pompas de jabón, fueron sometidas a inflarme las mejillas, las calles a mis pies, una ante la otra y la otra pasando delante de la una, delante de las dos hacen el total, las mujeres no se desplazaban más que acostadas, abierto su corpiño representando el sol.

La razón, alta la cabeza, su argolla de indiferencia, linterna con cabeza de hormiga, la razón, pobre mástil improvisado por un hombre enloquecido, el mástil improvisado del barco... ver más arriba.

Para darme razones de vivir, he intentado destruir mis razones de muerte.
Para darme razones de amarte, he malvivido.

Noches compartidas (Fragmento) en "La vida inmediata" 1932

sábado, 2 de agosto de 2008

Sandor Marai

Sé que nunca me he preparado para un «gran libro» en el que «contarlo todo»: el escritor sabe que nunca será capaz de «contarlo todo», y sólo se proponen escribir un «gran libro» los escribanos situados al margen de toda literatura. Más bien creía que, entre tantos escritos superfluos cuya autoría sólo era capaz de asumir con remordimientos, escritos ocasionales y sin embargo inevitables, un día tendría la ocasión de decir, en una frase o en un párrafo, lo que nadie podía decir por mí. Pensaba que tal vez el mensaje no sería ni muy inteligente ni muy original ni muy divertido, quizá se presentaría en forma de tópico, porque en la vida como en la literatura los mensajes importantes, las palabras y las frases que expresan algo de forma contundente, que expresan a alguien con todo su ser, suelen ser muy sencillos. A veces imaginaba que todo lo que escribía era un prólogo o un pretexto, que lo que quería en realidad era describir o dibujar a una sola persona, y me daba cuenta de que esa persona ya estaba viva, de que yo ya sabía incluso cómo se llamaba, de que la conocía y conversaba con ella... Se trataba de una mujer madura situada en el centro de una comunidad humana, una mujer ni especialmente inteligente ni especialmente buena, pero que conocía un gran secreto, tal vez el «secreto» de la vida, y aunque no era capaz de ponerlo en palabras, le aseguraba equilibrio y armonía... Cuando escribía, pretendía descubrir los secretos de aquella mujer desconocida, más real que cualquier realidad. ¿Constituye eso un «programa» literario? Claro que no. En ocasiones me sorprendía el despilfarro que hacía, los miles de senderos y caminos ocultos que recorría, los cientos de islas construidas de recuerdos que atravesaba intentando llegar hasta ella, pero ella se escondía en el centro mismo de la vida y yo no podía saber quién era, si vivía en algún lugar, si la había conocido alguna vez. Quizá fuese la madre, esa otra madre eterna y esquiva que yo siempre he querido encontrar, no lo sé. Pero estaba seguro de que con cada frase, con cada libro y con cada género iba avanzando hacia ella, como si ella fuese capaz de darme una respuesta. Pasaban años, años de trabajo, resignación y experimentos, sin que pudiese distinguir apenas el rostro de esa figura femenina, sin que pudiese oír su voz, y de repente la veía de nuevo con toda nitidez. Entonces me parecía que todos mis trabajos no habían sido más que una excusa para encontrarla.

Sandor Marai - Confesiones de un burgués

lunes, 14 de julio de 2008

Silencio - Octavio Paz

Así como del fondo de la música
brota una nota
que mientras vibra crece y se adelgaza
hasta que en otra música enmudece,
brota del fondo del silencio
otro silencio, aguda torre, espada,
y sube y crece y nos suspende
y mientras sube caen
recuerdos, esperanzas,
las pequeñas mentiras y las grandes,
y queremos gritar y en la garganta
se desvanece el grito:
desembocamos al silencio
en donde los silencios enmudecen

Octavio Paz

sábado, 19 de abril de 2008

Un rey escucha

Este cuento de Italo Calvino es un genial ejemplo de la ambiguedad semántica del sonido. Y, sin quererlo, destruye esas posturas que menosprecian cierta música acusmática o electroacústica por utilizar sonidos referenciales. ¿Quien puede decir, después de leer este cuento, que los sonidos tienen una y sólo una referencia, o un sólo significado?

El argumento es simple: un rey vive sentado en su trono, aislado y aferrado a su cetro, y el único contacto que tiene con el mundo exterior es a través del oído, a través de lo que escucha. Los sonidos que le llegan no son más que los de la vida cotidiana de su palacio. Pero a la vez todo puede indicar que se está armando y gestando la conspiración que lo derrotará.

Van algunos párrafos como ejemplo

El palacio es una urdimbre de sonidos regulares, siempre iguales, como el latido del corazón, del que se separan otros sonidos discordantes, imprevistos. Una puerta se golpea, ¿dónde?, alguien corre por las escaleras, se oye un grito sofocado. Pasan largos minutos de espera. Un silbido largo y agudo resuena, tal vez desde una ventana de la torre. Responde otro silbido, desde abajo. Después, silencio.

¿Hay una historia que vincula un ruido con otro? No puedes por menos que buscar un sentido, que tal vez se esconde no en cada uno de los ruidos aislados sino en el medio, en las pausas que los separan. ¿Y si hay una historia, una historia que te concierne? ¿Una sucesión de consecuencias que terminará por envolverte? ¿O se trata sólo de un episodio indiferente, de los tantos que componen la vida cotidiana del palacio? Cada historia que crees adivinar remite a tu persona, en el palacio nada sucede en que el rey no tenga una parte, activa o pasiva. Del indicio más leve puedes extraer un auspicio acerca de tu suerte.

Para el ansioso, cada signo que rompe la norma se presenta como una amenaza. Te parece que cada mínimo acontecimiento sonoro anuncia la confirmación de tus temores. ¿Pero no podría ser cierto lo contrario? Prisionero en una jaula de repeticiones cíclicas, aguzas esperanzado el oído a cada nota que perturba el ritmo sofocante, a cada anuncio de una sorpresa que se prepara, a las barreras que se abren, a las cadenas que se rompen.
Tal vez la amenaza viene más de los silencios que de los ruidos. ¿Cuántas horas hace que no oyes el cambio de los centinelas? ¿Y si el destacamento de los guardias que te son fieles hubiese sido capturado por los conjurados? ¿Por qué no se oye el habitual entrechocar de las cacerolas en la cocina? Tal vez los cocineros fieles han sido sustituidos por un equipo de sicarios, acostumbrados a envolver en silencio todos sus gestos, envenenadores que en este momento están impregnando silenciosamente de cianuro las comidas...

Pero quizás el peligro anida en esa regularidad. El trompetero lanza su son alto y agudo a la hora exacta de todos los días, ¿pero no te parece que su aplicación es excesiva? ¿No notas en el redoble de los tambores una obstinación extraña, como un exceso de celo? El paso de marcha del destacamento que repercute a lo largo del camino de ronda parece marcar hoy una cadencia lúgubre, casi de pelotón de ejecución... Las orugas de los tanques se deslizan sobre el pedregullo casi sin chirriar, como si los mecanismos hubieran sido más aceitados que de costumbre: ¿con vistas a una batalla?

Tal vez las tropas de la guardia ya no sean las que te eran fieles... O bien, sin haber sido sustituidas, se hayan pasado al bando de los conjurados... Tal vez todo sigue como antes, pero el palacio está ya en manos de los usurpadores; todavía no te han detenido porque ya no cuentas; te han olvidado en un trono que ya no es un trono. El desarrollo normal de la vida del palacio es la señal de que el golpe de estado se ha producido, un nuevo rey se sienta en un nuevo trono, tu condena ha sido pronunciada y es tan irrevocable que no hay razón para apresurarse a cumplirla...

No desvaríes. Todo lo que se oye mover en el palacio responde exactamente a las reglas que has impartido: el ejército obedece a tus órdenes como una máquina en marcha, el ceremonial del palacio no se permite la más mínima variante en la tarea de poner y quitar la mesa, descorrer las cortinas o desenrollar las alfombras de honor según las instrucciones recibidas; los programas radiofónicos son los que estableciste de una vez para siempre. Tienes la situación en mano, nada escapa a tu voluntad ni a tu control. Incluso la rana que croa en el estanque, el bullicio de los niños que juegan al gallo ciego, los tumbos del viejo
chambelán por las escaleras, todo responde a tu designio, todo ha sido pensado, decidido, deliberado aun antes de que fuese perceptible para tus oídos. Aquí no vuela ni una mosca si tú no lo quieres.

Pero quizá nunca has estado tan cerca de perderlo todo como ahora que crees tenerlo todo en un puño. La responsabilidad de pensar el palacio en cada detalle, de contenerlo en la mente te obliga a un esfuerzo agotador. La obstinación en que se funda el poder nunca es tan frágil como en el momento de su triunfo.

Por supuesto tiene muchas lecturas más que esta que estoy proponiendo, especialmente en este último párrafo. Pero, por supuesto, me atrajo mucho la sonora/musical.

El cuento pertenece al libro "Bajo el sol jaguar". Si lo querés leer on line podés ir a este link.

miércoles, 26 de marzo de 2008

Proust acusmático

La cita que sigue más abajo la utilizé como introducción para las notas de programa de mi obra "Cientos de Voces" del año 1999. En ese contexto la tomé para hablar sobre el uso de la voz. Pero también se puede leer desde la perspectiva que venía hablando sobre el sonido en si mismo, sin referencia visual. Claro que, debido a la costumbre, no nos imaginamos que el teléfono, a comienzos de silgo XX, pudo haber generado tal sensación de extrañeza justamente por la falta de un soporte visual.

Pero más allá de todo, es hermosa por si.

“...después de unos instantes de silencio, de repente, escuché esa voz que sin ninguna razón pensaba que conocía bien, porque hasta ese momento, cada vez que mi abuela me hablaba, yo seguía siempre lo que ella me decía en la partitura abierta de su rostro... pero hoy he escuchado propiamente su voz por primera vez."

Marcel Proust "A la recherche du temps perdu" Vol. 3, cuando habló por primera vez con su abuela por teléfono.

miércoles, 5 de marzo de 2008

Un sueño en "El lector"

La casa de la Bahnhofstrasse ya no existe. No sé cuando la derribaron ni porqué. He estado muchos años fuera de mi ciudad. (...)

Años más tarde soñé muchas veces con aquella casa. Los sueños siempre eran parecidos, variaciones de un mismo sueño y un mismo tema. Andando por una ciudad extraña, veo la casa. Está en una calle de un barrio que no conozco. Sigo caminando, desconcertado, porque conozco la casa pero no el barrio. Luego me doy cuenta de que ya he visto esa casa alguna vez. Pero no pienso en la Bahnhofstrasse de mi ciudad, sino en otra ciudad u otro país. En el sueño estoy, por ejemplo, en Roma, veo la casa allí y me acuerdo de haberla visto antes en Berna. Ese recuerdo soñado me tranquiliza; volver a ver la casa en otro entorno no me parece más extraño que el encuentro casual con un viejo amigo en un lugar ajeno. Doy media vuelta, regreso a la casa y subo los escalones. Voy a entrar. Acciono el tirador de la puerta.

A veces veo la casa en el campo; entonces el sueño es más largo, o quizá lo que pasa es que luego me acuerdo mejor de los detalles. Voy en coche. Veo la casa a mano derecha y sigo conduciendo, al principio desconcertado sólo por el hecho de ver en medio del campo una casa cuyo lugar evidentemente está en una calle en plena ciudad. Luego me doy cuenta de que ya la he visto alguna vez, y mi desconcierto se redobla. Cuando recuerdo el lugar en que la vi por primera vez, doy la vuelta y regreso a ella. En el sueño, la carretera está siempre vacía, puedo dar la vuelta derrapando y desandar el camino a toda velocidad. Temo llegar tarde y acelero. Entonces la veo. Está rodeada de campos: nabos o trigo, viñas si es en la zona del Rin, o espliego si es en Provenza. El terreno es plano, o como mucho suavemente ondulado. No hay árboles. El día es claro, brilla el sol, el aire reverbera, y la carretera reluce por efecto del calor. Las paredes medianeras al desnudo hacen que la casa parezca cortada, incompleta. Podrían ser las paredes de una casa cualquiera. No parece más sombría que en la Bahnhofstrasse. Pero las ventanas están cubiertas de una capa de polvo que no deja ver el interior de las habitaciones, ni siquiera los visillos. La casa es ciega.

Me detengo en el arcén y cruzo la carretera en dirección a la puerta. No se ve a nadie, no se oye nada, ni siquiera el ruido lejano de un motor, ni el viento, ni un pájaro. El mundo está muerto. Subo los escalones de la planta baja y tomo el tirador de la puerta.

Pero no la abro. Me despierto y sólo sé que he tomado el tirador y he tirado de él. Y a continuación me acuerdo de todo el sueño, y también de que ya lo he tenido otras veces.

Bernard Schlink - El lector

martes, 4 de marzo de 2008

Kundera

Soñaba alternadamente tres seriales de sueños: el primero en el que la atacaban las gatas, hablaba de sus sufrimientos mientras vivía; el segundo serial mostraba su ejecución en innumerables variaciones; el tercero hablaba de su vida después de muerta en la cual su humillación se convertía en una situación que no tenía fin.

En estos sueños no había nada que descifrar. Las acusaciones que iban dirigidas a Tomás eran tan claras que lo único que el podía hacer era callar y acariciar la mano de Teresa con la cabeza gacha.

Además de explícitos, aquellos sueños eran hermosos. Esta es una circunstancia que se le escapó a Freud en su teoría de los sueños. El sueño no es sólo un mensaje (eventualmente un mensaje cifrado), sino también una actividad estética, un juego de la imaginación que representa un valor en sí mismo. El sueño es una prueba de que la fantasía, la ensoñación referida a lo que no ha sucedido, es una de las más profundas necesidades del hombre. Esta es la raíz de la traicionera peligrosidad del sueño. Si el sueño no fuera hermoso, sería posible olvidarlo rápidamente.

Pero ella regresaba constantemente a sus sueños, volvía a proyectárselos, los transformaba en leyendas.

Tomás vivía bajo el hipnótico encanto de la atormentadora belleza de los sueños de Teresa.

Milan Kundera - La Insoportable Levedad del Ser

lunes, 25 de febrero de 2008

Una poesía - Pablo Neruda

Y fue a esa edad... Llegó la poesía a buscarme.
No sé, no sé de dónde salió,
de invierno o río.
No sé cómo ni cuándo,
no, no eran voces, no eran palabras, ni silencio,
pero desde una calle me llamaba,
desde las ramas de la noche,
de pronto entre los otros,
entre fuegos violentos
o regresando solo,
allí estaba sin rostro
y me tocaba.

Yo no sabía qué decir, mi boca no sabía nombrar,
mis ojos eran ciegos,
y algo golpeaba en mi alma,
fiebre o alas perdidas,
y me fui haciendo solo,
descifrando aquella quemadura,
y escribí la primera línea vaga,
vaga, sin cuerpo, pura tontería,
pura sabiduría
del que no sabe nada,
y vi de pronto el cielo desgranado
y abierto, planetas,
plantaciones palpitantes,
la sombra perforada,
acribillada por flechas, fuego y flores,
la noche arrolladora, el universo.

Y yo, mínimo ser,
ebrio del gran vacío constelado,
a semejanza, a imagen del misterio,
me sentí parte pura del abismo,
rodé con las estrellas,
mi corazón se desató en el viento.











Pablo Neruda- La Poesía - Donde nace la lluvia

jueves, 31 de enero de 2008

La inspiración - García Marquez

Yo no concibo (la inspiración) como un estado de gracia ni como un soplo divino, sino como una reconciliación con el tema a fuerza de tenacidad y dominio. Cuando se quiere escribir algo, se establece una especie de tensión recíproca entre uno y el tema, de modo que uno le atiza al tema y el tema le atiza a uno.

Hay un momento en que todos los obstáculos se derrumban, todos los conflictos se apartan, y a uno se le ocurren cosas que no había soñado, y entonces no hay en la vida nada mejor que escribir.

Eso es lo que yo llamaría inspiración.

Gabriel García Marquez (Gabo) - El olor de la Guayaba

sábado, 19 de enero de 2008

Un párrafo - Coetzee

“Al final de una jornada de trabajo literario me encuentro con unas páginas a las que estoy acostumbrado a considerar lo que quería decir.

Pero ahora, con una mayor cautela, me pregunto: ¿Son estas palabras, impresas en papel, realmente lo que quería decir? ¿Es suficiente alguna vez, como explicación fenomenológica, decir que en algún profundo recoveco de mi ser sabía lo que quería decir, tras lo cual busqué los símbolos verbales adecuados y los combiné una y otra vez hasta lograr decir lo que quería?

¿No sería màs exacto decir que jugueteo con una frase hasta que las palabras en la página “suenan” o “son” correctas y entonces dejo de juguetear y me digo “Eso debe ser lo que querías decir”? En ese caso, ¿quién juzga lo que suena o no suena bien?¿Es necesariamente el yo (“yo”)?”

J. M. Coetzee – Sobre la lengua materna en “Diario de un mal año”

martes, 14 de agosto de 2007

Una pesadilla de Borges

Yo estaba en mi habitación; amanecía (posiblemente esa era la hora en el sueño) y al pie de la cama estaba sentado un rey, un rey muy antiguo, y yo sabía en el sueño que ese rey era un rey del norte, de Noruega. No me miraba: fijaba su mirada ciega en el cielo raso. Yo sabía que era un rey muy antiguo porque su cara era imposible ahora. Entonces sentí el terror de esa presencia. Veía al rey, veía su espada, veía su perro. Al cabo desperté. Pero seguí viendo al rey por un rato, porque me había impresionado. Referido, mi sueño es nada; soñado fue terrible.