La luz de la luna llena cae a los pies de mi cama como una piedra grande, lisa y blanca. Cuando el disco empieza a encogerse y su lado derecho se consume - como una cara que al envejezcer muestra las arrugas y adelganza primero de un lado - es entonces, a esa hora de la noche, que se apodera de mí una congoja sombría y angustiosa.
Ni dormido ni despierto, me deslizo en una suerte de sueño en el que lo vivido se mezcla con lo leído y escuchado. Antes de acostarme había leído algo sobre la vida de Buddha Gotama y sin cesar esas pocas frases pasaban una y otra vez por mi cabeza, idénticas y fluctuantes:
"Una corneja voló hacia una piedra que parecía un trozo de grasa y pensó: Quizás haya aquí un buen bocado. Pero como la corneja no encontró nada apetitoso, se fue volando. Del mismo modo que la corneja que se había acercado a la piedra, nosotros -los que buscamos- abandonamos al asceta Gotama, porque hemos perdido el placer que hallábamos en él."
Y la imagen de la piedra parecida a un trozo de grasa crece monstruosamente en mi mente:
Atravieso el lecho seco de un río y recojo piedras pulidas de color gris-azulado, cubiertos de polvo brillante, que no alcanzo a explicarme a pesar de que me estrujo la cabeza con gran esfuerzo- y después otros negros con manchas amarillas de azufre, como petrificados intentos de un niño por imitar unas salamandras toscamente moteadas.
Quiero arrojar esas piedras lejos de mí, pero una y otra vez se me caen de las manos, y no puedo apartarlas de mi vista.
Aparecen a mi alrededor todas las piedras que han jugado un papel en mi vida. Algunas se esfuerzan penosamente por separase de la arena y llegar a la luz, como grandes cangrejos grises a la hora en que sube la marea; se diría que hacen todo lo posible en atraer mi atención hacia ellos y decirme cosas de importancia infinita. Otros, agotados, vuelven a caer, sin fuerzas, en sus agujeros y abandonan la esperanza de proferir jamás una palabra.
A veces emerjo de la penumbra de estos ensueños y veo de nuevo, por un instante, la luz de la luna llena sobre el borde plegado de mi manta, pesada y redonda como una piedra grande para volver a partir ciegamente en la búsqueda vacilante de mi conciencia que se desvanece, buscando sin descanso la piedra que me atormenta - que debe estar oculta en alguna parte bajo los escombros de mis recuerdos y que se asemeja a un trozo de grasa.
No lo consigo. En mi interior, con una obstinación imbécil, una voz extraña repite en mi - incansable como un postigo que el viento golpeara contra las paredes a intervalos regulares -: no era esa, que ésta no es en absoluto la piedra que parece grasa.
Y no hay forma de librarme de la voz. Cuando, por centésima vez, objeto que todo esto es secundario calla entonces por un momento, pero luego, imperceptiblmente, va despertando para volver obstinadamente a comenzar: si, bueno, está bien, pero no es la piedra que parece un pedazo de grasa.
Entonces, lentamente, empieza a apoderarse de mí una insoportable sensación de impotencia.
No sé lo que ha pasado después. ¿He abandonado voluntariamente la lucha, o ellos, mis pensamientos, me han subyugado y dominado? Sólo sé que mi cuerpo yace dormido en la cama y que mis sentidos se han separado y ya nada los une a él.
De pronto quiero preguntar quién es "Yo"; y es entonces cuando me acuerdo de que ya no poseo órgano alguno con el que formular preguntas, y temo que esa tonta voz vuelve a despertar y comience desde el principio el eterno interrogatorio sobre la piedra y la grasa.
Es entonces cuando me doy vuelta.